Capítulo 11
Leo la encontró escondida a la sombra de un árbol, lejos de la vista de los niños que transitaban por los caminos de regreso a sus casas para un buen almuerzo. Durante el periodo que había permanecido a solas, había estado pensando seriamente en marcharse sin verlo, pero el mareo que le había venido; no sabía si era por la cantidad de emociones que la embargaban o por el golpe contra la silla, la había hecho quedarse en ese lugar, abrazándose a sí misma para resistir la fría brisa de invierno. Cuando lo sintió llegar no lo miró para hacerle entender que sabía que estaba ahí, él tampoco hizo ademán de querer dirigirle la palabra, tal vez no sabía exactamente cómo empezar una conversación después de verla en tal lamentable estado. Ambos se sentaron allí, en un silencio consolador hasta que Leo alzó la mano y con delicadeza masajeó su nuca.
―Te vi asustada―murmuró con la voz grave.
―Gracias por ayudarme―respondió de vuelta.
―Debí haber reaccionado más rápido, estuve un buen rato escuchando afuera de la puerta.
Negó, ¿qué culpa tenía él?, no podía saber que su profesor iba a intentar matarla, no era adivino; ni podía leer la mente de las personas para saber lo que pensaban.
―Pero viniste, no me dejaste sola―asintió―Si no hubiera sido porque tocaste a la puerta, él no se hubiera apartado.
Leo paró de masajear la parte alta de su cuello, Emma pudo sentir como los músculos de sus dedos se tensaban bajo la piel, como si intentara decirle; sin palabras, que su comentario no era un consuelo.
― ¿Cómo y dónde te hizo daño?
Caminaron por la hierba alta, enredando sus ropas con ramitas y golpeando la punta de las botas con piedras sueltas. Leo la traía de la mano desde que comenzaron a caminar hacia el Noreste, durante la trayectoria había intentado deshacer el agarre suavemente, para que él no pensara que estaba rechazando su preocupación, pero era tan férreo que desistió a los pocos minutos y se preguntó cómo era que el muchacho tenía tanta fuerza muscular.
Finalmente, la hierba se despejó y la rivera de un río apareció ante sus ojos. Por el camino que recorrieron el pastizal era tan alto que cualquier animal podría esconderse por allí, pero del otro lado del caudal de agua cristalina, el bosque y las poderosas montañas coronadas de blanco se extendían, amenazantes. Mientras el bosque dentro de las hectáreas de la hacienda no le resultaba temible, uno virgen parecía ser un lugar oscuro para estar.
Leo deshizo el agarre de sus manos con cierta premura y se acercó a la orilla con cautela, tanteando el terreno con sus pies. Era una costumbre, bastante arraigada entre la gente el revisar la rivera, en especial después de un temporal, cuando las lluvias duraban días y su intensidad era preocupante, no sólo las aguas se alzaban sino que el terreno cedía. Y aunque ya había pasado un tiempo desde el término de la última tormenta, la tierra igual podría estar blanda y no soportarlos, por lo que Leo se mantuvo un tiempo dando vueltas, probando con ramas y las puntas de sus botas hasta que sintió un lugar lo suficientemente firme y finalmente se volteó a verla y alzó una mano hacia ella.
Emma se acercó con precaución, pues que soportara a uno no significaba que los soportara a ambos, pero cuando vio que no se hundía, terminó por avanzar a paso firme hasta a su amigo, quien volvió a tomarla de la mano tan pronto estuvo ella a su alcance. La dirigió hacia la orilla, donde ambos se agacharon. Leo rebuscó en su bolso un pañuelo de tela y lo remojó, Emma lo tomó por el cuello del chaleco, temiendo que se cayera y el caudal lo arrastrara.
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Catarsis
Teen FictionEmma reflexionaba sobre aquello con más frecuencia de lo que desearía, para los extraños el cuestionamiento también era el mismo: ¿La llamaban La Maldecida porque había nacido en una familia extraña o porque ellos tenían más recursos que la mayoría...