Introducción

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Desperté en una habitación que parecía más una cápsula de tiempo que un refugio familiar. El aire olía a desinfectante y flores marchitas, un contraste extraño que me recordaba que algo estaba profundamente mal. A mi alrededor, rostros conocidos pero desconocidos me observaban con una mezcla de alegría contenida y preocupación palpable.

—Samanta, cariño, ¿cómo te sientes hoy? —preguntó mi madre con voz temblorosa, mientras acariciaba mi brazo con manos que no recordaba haber sentido antes.

Intenté responder, pero las palabras se atascaron en mi garganta seca. Miré a mi alrededor en busca de respuestas, pero solo encontré silencio y sombras moviéndose en las esquinas de mi memoria.

—¿Qué pasó? —murmuré finalmente, sintiendo cómo el dolor latente en mi cabeza intentaba robar mi atención.

Mis padres intercambiaron miradas preocupadas antes de que mi madre tomara una profunda inhalación y comenzara a hablar. Había tenido un accidente, dijeron. Un automóvil me golpeó mientras cruzaba la calle, dejándome en coma durante dos meses. El golpe en la cabeza había borrado mi memoria, dejando solo fragmentos que se desvanecían como el humo entre mis dedos.

A lo lejos, una máquina pitaba en intervalos regulares, rompiendo el silencio incómodo entre nosotros. Querían ayudarme a recordar, afirmaron mis padres. Pero cada intento era como empujar una roca cuesta arriba, solo para que rodara hacia atrás antes de alcanzar la cima.

Esa noche, me sumergí en un sueño intranquilo. Caminaba por un pasillo blanco y vacío, el eco de mis pasos resonaba como un tambor en mi cabeza dolorida. A lo lejos, una figura envuelta en sombras extendía una mano hacia mí, ofreciéndome un libro rojo.

Cuando desperté, el libro rojo descansaba en la mesita de noche junto a mi cama de hospital. Sus páginas crujieron suavemente cuando lo abrí, revelando fotografías antiguas y cartas escritas en una caligrafía que parecía familiar y distante al mismo tiempo.

—¿Qué hay en ese libro? —preguntó Kristhine, mi hermana mayor, quien entró en la habitación con ojos enrojecidos y la voz entrecortada por la emoción.

No pude responder. Mis ojos se encontraron con los suyos, buscando respuestas que ni ella ni yo éramos capaces de dar. En su mirada, vi reflejados los mismos temores y preguntas que llenaban mi mente.

—Sam, recuerda. Recuerda quiénes somos —suplicó, con la esperanza temblorosa en cada palabra.

Pero los recuerdos seguían siendo esquivos, como peces escurridizos nadando en las profundidades de mi mente. Había flashes de familiaridad —un abrazo cálido, una risa compartida— pero se desvanecían antes de que pudiera aferrarlos.

La visita de amigos y compañeros de clase solo aumentó la confusión. Sus caras eran como piezas de un rompecabezas dispersas sobre la mesa, cada una con una conexión que no podía entender ni recordar completamente. Intentaron hacerme reír, recordarme chistes internos y momentos compartidos, pero cada risa era un eco hueco en mi mente vacía.

Las semanas pasaron en un torbellino de terapia, intentos de recuperación y conversaciones incómodas que dejaban más preguntas que respuestas. Cada día, me sentía más como una intrusa en mi propia vida, como si estuviera mirando desde el exterior hacia adentro, tratando desesperadamente de encontrar una entrada que había perdido.

Después de semanas de incertidumbre en el hospital, finalmente llegó el día en que los médicos decidieron que estaba lista para ir a casa. Mis padres y Kristhine estaban ansiosos y nerviosos, llenos de esperanza y temor a partes iguales. La sensación de abandono que me envolvía era abrumadora mientras me ayudaban a subir al auto, sintiendo el sol en mi rostro por primera vez en mucho tiempo.

Como volver a nacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora