Capítulo 8: Fin del juego

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Esa noche hacía frío. Las nubes de tormenta se arremolinaban sobre la ciudad amenazando con desbordarse de un momento a otro. No llevaba paraguas, ni abrigo, pero nada de eso tenía importancia. Todo cuanto podía ver de mi futuro eran ella y ese mugriento callejón tras el bar. Ahí acababa todo.

Una silueta menuda salió de repente por la puerta trasera. Llevaba un par de bolsas de basura que metió dentro de un contenedor. Me acerqué con sigilo hasta su nuca y Sandra se espantó nada más darse la vuelta.

- ¡Eric! ¡Dios mío! Pero... ¿qué haces aquí?

Se llevó una mano al pecho, sobresaltada, pero no consiguió calmarse lo más mínimo. Mi mirada afilada y resentida se le clavaba en las pupilas, y pude leer el peso de su culpa en su respiración agitada y su temblor.

A toda respuesta, sonreí, y eso la alteró aún más si cabe.

- ¿Cómo lo supiste? – susurré, con la calma propia del lobo que se relame por la ovejita.

- ¿T... te refieres... a lo de Andrea?

- Sí – asentí.

- No quiero hablar de eso – negó – Estoy trabajando.

Hizo ademán de marcharse, pero la agarré del brazo y se lo impedí.

- ¡¿Pero qué haces?! ¡Suéltame ahora mismo o te meto un botellazo!

- Respóndeme – continué con voz calmada, pero agarre firme – Me lo debes. Se lo debes.

Sandra dejó de forcejear y me miró con seriedad. Yo la solté.

- Lo supe por tus ojos – explicó – Ella siempre los tuvo así, muy verdes. Por eso supe que eras su hermano.

«Su... ¿hermano?». Ahora el sorprendido era yo. Quizás no todo estuviera perdido, al fin y al cabo.

- Sé por qué has venido – continuó Sandra, cortando el hilo de mis pensamientos – Irene y Clarisse me hablaron de ti. Un atractivo casanova que seducía a chicas para luego partirles el corazón de la peor manera posible. Cuando te vi, no tardé mucho en hacer la conexión.

Empecé a reír estrepitosamente. Sandra se retiró un paso. ¿Yo? ¿Un casanova? No pude evitarlo.

- ¡Qué lista es mi Sandra! – sonreí – ¿Por eso me rechazabas continuamente?

- ¿Tan buenos crees que son tus encantos? – preguntó, entre altanera e indecisa.

- Y ni siquiera los has probado – dije, con una sonrisa pícara y, a la vez, nostálgica. Luego, me puse serio de nuevo – ¿Saben las demás quién soy?

- No – negó con la cabeza – Sólo yo me he dado cuenta.

Asentí, satisfecho.

- Tienen lo que se merecen. Nunca he sido una persona injusta – aclaré – Cada uno recoge lo que cosecha.

- ¿Es así como consigues mirarte al espejo cada mañana? – soltó, desafiante.

Los ojos me llamearon de rabia y, antes de que pudiera evitarlo, la agarré de las muñecas y la estampé contra la pared del callejón.

- ¿¡Cómo te atreves?! ¿¡Cómo cojones te atreves?! – le escupí – ¡Eres tú la que no debería poder dormir por las noches! ¡La destrozaste! ¡La destruiste!

Sandra se debatía bajo mi agarre, dolorida. Yo había perdido los estribos en todos los sentidos. La rabia era demasiada, el dolor, la desesperación.

- ¡Yo no tengo la culpa de lo que le pasó! – gritó Sandra, tratando de liberarse – La sociedad es cruel y no acepta a los que son diferentes. Es difícil ser homosexual siendo adolescente.

- La sociedad, no. ¡Vosotras! ¿Cuántas veces le pegasteis? ¡¿Cuántas la humillasteis?!

- ¡No, no! Eso fueron Olivia, Irene, Marta... Yo nunca...

- ¡¡Cállate!! Tú eres la peor, porque eras su amiga y la abandonaste...

Un grupo de voces se oyeron en el interior del local y varios camareros salieron al patio.

- ¡Ei! ¿Quién anda ahí?

- ¡Sandra! ¿Estás bien? ¿Qué está pasando?

Le solté las muñecas y la dejé caer al suelo, cansado. Acababa de soltar toda la furia que llevaba guardando los últimos siete años. Antes de marchar, sólo pude decirle unas palabras que llevaba mucho tiempo guardando.

- Ella... te quería.

Y algo que no entendí se quebró en sus ojos desde lo más hondo.

«Se acabó, chica número nueve».

La chica número nueve [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora