Yodine, el observador del alba

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Para cuando mi padre consiguió acabar la cabaña, ya habían acabado las clases hacía un mes. Estaba ansiosa por subir a ver cómo era mi nuevo sitio donde jugar. Pero el momento nunca llegaba. Cuando mi padre la acabó, tampoco me dejaba subir porque decía que tenía que comprobar que todo estaba bien sujeto para que no se cayera, y menos conmigo dentro. Yo me quejaba y me iba a mi cuarto a jugar con Tod. Por otro lado, también entendía que mi padre no tuviera mucho tiempo para acabar la casita. Se tiraba casi todo el día trabajando para poder ganar algo para comer, y cuando llegaba a casa, estaba demasiado hecho polvo para ocuparse de acabarla.

Recuerdo su sonrisa cansada mientras me prometía que estaría lista pronto.

-Ten paciencia, rosa de amapola. Estará lista en un periquete-decía.

Yo siempre le contestaba que las rosas de amapola no existían y el me respondía:

-Por eso eres única. Pero nunca te creas que algo que no has oído nunca, no existe. Porque yo te tengo delante de mis ojos y veo que eres real. ¿De acuerdo?

Yo asentía. Sabía que tenía razón. Eso me hizo ser siempre una chica bastante risueña. Siempre estaba pensando en fantasías y soñando que podía hacer cualquier cosa. De ahí saqué la fuerza que necesitaba. Nunca he olvidado esa frase que me decía mi padre, y jamás lo haré.

A mediados de julio, la casa de madera por fin estuvo lista. Estaba un poco nerviosa cuando pisé el primer escalón de la escalera que conducía a las alturas de ese árbol. Mi padre me ayudó a trepar por la escalera hasta llegar a la puerta de lo que sería mi refugio. Cuando llegué a arriba, abrí la boca. Estaba impresionada. La casita tenía una ventana enorme desde la que se podía ver todo lo que había más allá de Roberlow. Era impresionante. No pensé que el árbol fuera tan alto.

Dentro, había una mesita pequeña con una silla, y en una esquina, un colchón de mi tamaño por si me apetecía dormir allí en algún momento. Además, mi padre se había tomado la molestia de ponerle nombre a esa casita, como una especie de contraseña que hacía privado ese lugar para que sólo pudieran pasar los que la conocían. Estaba escrito en la pared de la izquierda en letras grandes y azules. Mi refugio se llamaba "Yodine", que significaba "El observador del alba".

Me encantaba. Contuve las lágrimas y abracé a mi padre lo más fuerte que pude, procurando no hacerle daño. Aunque sabía que mi padre era un roble.

-Gracias, papá. Te quiero-me separé un poco de él-. Quedas oficialmente admitido a "Yodine" para venir cuando quieras, siempre y cuando necesites observar algo o pasar tiempo conmigo-le dije, haciendo el gesto del nombramiento de un caballero sobre sus hombros.

-Vaya, me siento halagado. Será para mí un gran honor. Pero no vale espiar a los vecinos.

Esto último lo dijo en voz baja, aunque me guiñó un ojo. Yo me reí, aunque le prometí que no lo haría. Y desde ese momento, todos los días los pasaba allí arriba, observando el mundo y jugando a todo lo que se me ocurriera. Era muy guay estar allí arriba. Sobre todo me dediqué a observar desde allí el nido de unos búhos, que me llamaban mucho la atención. Gracias a eso, aprendí mucho sobre ellos y casi que me atrevería a decir que me obsesioné con ellos. Incluso salvé a uno de una caída mortal cuando trataba de saltar del nido. Después de varios meses observándolos, incluso podía distinguir los distintos sonidos que emitían según lo que querían transmitir y a quién.

Por mi trece cumpleaños, recibí un libro de búhos. Mi padre me ayudaba a entender todo lo que ponía, e incluso a comprender mejor todo. Él y yo nos pasábamos horas por la noche en la cabaña jugando y aprendiendo sobre los búhos. Al parecer, mi padre se había dado cuenta de que era capaz de entenderlos, y quería saber cómo lo hacía. Poco a poco, mi padre veía de que más que capaz de entenderlos. Eso a él le impresionaba. Con el tiempo, comencé a saber lo que hacía cada persona en cada momento.

Cuando llegaba del colegio, lo primero que hacía era trepar la escalera del árbol para subir a Yodine. Mi madre me obligaba a bajar para cenar. Mis hermanos tenían la entrada prohibida. Más que nada porque no conocían el nombre de la cabaña, por lo que no tenían el derecho a entrar. Además, mi padre y yo nos lo pasábamos genial mientras ellos trataban de averiguar la contraseña y nos suplicaban de rodillas que les dejáramos entrar. Tod y Rosh dejaron de hacerme sus bromas pesadas y no paraban de seguirme a todas partes como dos patitos siguiendo a su madre. Me sentía como una reina y la verdad era que me gustaba. Pero me aburría porque ya no podía hacerles bromas yo a ellos. Había ganado algo a cambio de perder otra cosa.

En cuanto a mi madre, a ella no le importaba nada lo que hiciera o lo que dejara de hacer en la cabaña. No se interesaba nada por saber lo que había allí arriba. Esto no quiere decir que no me quisiera. Simplemente era que ella pensaba que Yodine era algo entre yo y mi padre, pero sabía que ella estaba invitada a entrar.

Aunque pasaba la mayor parte del tiempo en la cabaña, también dedicaba unas horas a mi madre. Ella me enseñaba a coser, a cocinar y a curar heridas. Esto último lo hacía para que yo algún día pudiera ocupar su puesto en la enfermería del pueblo. Y la verdad era que a mí me gustaba aprender cosas de ella. Era como lo que nos unía. Además, como yo había nacido chica, mi madre había sentido una gran felicidad al saber que ya no estaría sola en la familia. Necesitaba a alguien con el que hablar de sus cosas. Pero aún era un poco pequeña para todo eso, por lo que se conformaba con tener unos momentos conmigo en los que me enseñaba cosas propias de las mujeres. Incluso a cómo comportarse delante de la gente.

Eran cosas que iba aprendiendo. Sin embargo, seguía comportándome más como un chico que como una chica. Y eso nadie en mi familia me lo reprochaba. Lo que peor llevaba era lo de ponerme vestidos. Mi madre siempre insistía, pero yo me negaba rotundamente. Considero que cada persona debe ir como más se sienta cómoda. Aunque eso implique que los demás te escupan a la cara y se burlen por ello.

Bueno, como iba diciendo, todas las noches que podía, me quedaba a dormir en la cabaña, aunque trataba de mantenerme despierta el mayor tiempo posible, pero siempre acababa venciéndome el sueño. El objetivo de todo esto era vigilar los alrededores por si algo extraño ocurría. Aunque nadie me creía, yo sabía que el chico cuyo nombre no conocía me había advertido de algo que era real. Por eso, supe que tenía que vigilar. Hasta que la última noche de octubre, mientras yo dormía, noté una brisa que me rozaba el rostro. Sé que debería haberme despertado. Sé que debería haber advertido a mi familia. Pero mentiría si os dijera que lo había hecho. Simplemente, me quedé en mi colchón acurrucada, durmiendo plácidamente. Y soñé. Soñé con las estrellas y con los búhos. Soñé con mi madre, que me hablaba para que fuera corriendo hacia ella. Pero jamás descubriría desde dónde me llamaba.

Mi última historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora