La joven de los ojos oscuros

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Parecía que no hubieran pasado dos años. Todo estaba como lo recordaba, cada cosa colocada perfectamente en su lugar. Lo único que había cambiado era el rostro de la anciana, un poco más cansado y envejecido a como lo recordaba. Pero su sonrisa seguía siendo igual de plácida y acogedora. No me extrañaba que tuviera una casa tan maravillosa. Llevé la compra hasta la cocina, que también estaba igual que siempre. Me extrañó en su momento que no hubiera nada calentándose en el fuego, teniendo en cuenta que ya era la hora de cenar. Eso me recordó que debía volver a casa cuanto antes. O lo que para mí era mi casa.

Dejé las bolsas en el suelo, con mucho cuidado de no abrirme la herida que me había cosido el médico. Aún así, era doloroso hacerlo, pero por lo menos me ahorraba la humillación. Sin embargo, cuando me erguí el dolor no desapareció, sino que comenzó a crecer. Me costaba respirar y se me nublaba la vista. La señora no se encontraba a mi lado. Probablemente estaba en el salón esperándome. Traté de llamarla pero nada salió de mi boca. Era como si se me hubiera olvidado hablar. Lo intenté varias veces, pero no lo conseguí. Tampoco quería parecer débil, así que trataba de mantenerme de pie para cuando la señora apareciese. Pero no apareció. Lo último que recuerdo de ese momento es el frío tacto del suelo en mi mejilla, el costado ardiéndome como nunca y una sombra en la puerta diciéndome que no me durmiera.

Me desperté al día siguiente en una habitación pequeña. Reconocí en seguida la casa de la anciana al sentir ese ambiente tan cálido. La cama era suave y cómoda, y desde mi posición podía ver la ventana, que tenía unas cortinas blancas que dejaban pasar una luz fresca y hacían la habitación más acogedora. También podía ver un pequeño escritorio de madera en el que se encontraban carpetas amontonadas. Y por último, al fondo un armario viejo y la puerta, perfectamente decorada y barnizada para que brillara. Las paredes, completamente cubiertas de un papel de flores y hojas en un fondo marrón oscuro repasado por detalles hechos a mano hacían que se notara que la casa era antigua. Pero eso no hacía que fuera menos fascinante.

Después de admirar todo lo que podía ver a mi alrededor, intenté incorporarme para seguir observando, pero algo me impedía hacerlo. Levanté las sábanas y pude ver que mi ropa había sido sustituida por un sencillo camisón blanco. Pasé la mano por el costado, que aún me escocía un poco y pude notar las vendas que me rodeaban toda la cintura. Miré a mi alrededor sin comprender, cada vez más asustada. Mi espalda no se levantaba y eso me angustiaba. La habitación dejó de relajarme y se convirtió en una sala opresora y asfixiante.

-No te pongas nerviosa o volverás a desmayarte-dijo una voz.

Busqué con la mirada su origen, y fue entonces cuando me percaté de que había alguien más conmigo en la habitación. Mis ojos fueron poco a poco enfocando a la figura que se encontraba sentada en una silla en frente de mi cama. Cuando conseguí acostumbrarme, pude ver a una chica joven, más pequeña que yo, mirándome con unos intensos y oscuros ojos marrones. Era rubia oscura, con un pelo largo terminado en tirabuzones, y delgada. Sus hombros se marcaban. No eran los de una dama, sino los de un hombre. Pero a ella parecía no importarle. Cuando terminé de analizarla, pude decir:

-¿Qué ha pasado?

Ella se rió amargamente. Parecía como si fuera simple, pero para mí era algo completamente nuevo.

-Que te han hecho una chapuza. Éso es lo que ha pasado. Jamás había visto un vendaje tan penoso. Has tenido suerte de que Marga te halla encontrado a tiempo. Salió corriendo de su casa en plena noche para buscarme. Menos mal que me encontraba cerca. Pero no tienes de qué preocuparte. Ya está todo bien hecho.

Me quedé mirándola con cara de incredulidad. No había entendido nada de lo que me había contado. Tan solo recordaba la cocina y me estaba poniendo cada vez más nerviosa.

-¿Y por qué no puedo moverme?-dije rápidamente sin poder evitarlo.

Ella se quedó pensativa durante un rato y después contestó:

-Probablemente sea culpa de la medicina que llevabas encima. No sé dónde la has conseguido, pero nunca he visto una mejor. Lo malo es que tiene efectos de adormidera, lo que provoca que ni tus piernas ni tu columna respondan. Pero no es grave. Se pasa en unas horas, lo que te viene muy bien porque necesitas reposo durante al menos dos días.

¡¿Dos días?! No podía permitirme aquello. Le miré inquieta mientras ella se levantaba.

-No puedo. Tengo que ir a trabajar. Ayúdame a levantarme-dije amablemente.

-No es un consejo. Es una orden-contestó cruelmente.

-Por favor. Si falto al trabajo podría perderlo. Es lo último que me queda de mi vida-supliqué.

Ella entornó los ojos y dijo:

-Me encargaré yo de eso. ¿En qué trabajas?

Me asusté. Si le revelaba quién era probablemente no querría saber nada de mí, así que le expliqué que estaba a cargo de un puesto en la plaza y que la anciana le indicaría dónde se encontraba. Ella tan sólo se limitó a asentir y salió de la habitación.

-¡Gracias!-le dije antes de que cerrara la puerta.

Se volvió a reír irónicamente mientras negaba la cabeza.

-Lo que hay que ver-dijo.

Y cerró la puerta. De nuevo me quedé allí, esta vez completamente sola, contemplando la habitación. Poco a poco, mis párpados se fueron cerrando a causa del cansancio hasta que finalmente caí en un profundo sueño.

Mi última historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora