Sin título 1

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Miró por la ventana del autobús. El paisaje no era nada del otro mundo, sólo una desgastada carretera rodeada de campos secos. El ruido del motor y del parloteo de la gente eran amortiguados por la voz de Billie Joe Amstrong en sus oídos. El vehículo se detiene y el muchacho baja, empezando a andar hacia los bloques de edificios. Bostezó, se había saltado los ensayos del teatro para ir a la ciudad vecina y su colega le iba a echar la bronca. No fue a hacer nada especial, sólo quedó con una chica.
Ella le miró desde las escaleras y caminaron hacia el cine. Iba a ser una tarde tranquila: ellos dos, una película de Star Wars, palomitas y pizza al final. O eso era lo previsto.
A la salida se encontraron con una pareja que montaba un numerito. Ni siquiera era una discusión, él le gritaba a ella, la pegaba y la tironeaba del pelo. Ahora que se fijaban bien, ni siquiera eran pareja.
Un destello plateado en la mano derecha del hombre hizo saltar la alarma en la cabeza de los dos amigos. Se abalanzaron a la vez sobre aquel individuo y una pistola se deslizó por el suelo, varios metros lejos de ellos. La mujer se quedó paralizada. El joven gateó hasta el arma y la cogió con ambas manos, pesaba más de lo que había imaginado. Apuntó al hombre con ella.
La escena se congeló por un instante, antes de que que el hombre se abalanzara contra él con algo afilado en su mano.
Un fuerte estallido paralizó al sujeto, que cayó al suelo soltando la navaja, mientras la sangre brotaba de su pie.
El muchacho parpadeó un par de veces y miró hacia abajo, descubriendo un casquillo dorado en el suelo.
Le temblaron las manos, había disparado a un tipo con una pistola. Soltó el arma, mareado.
El sonido de las sirenas de policía y de la ambulancia quedaban infinitamente lejos, a pesar de estar terriblemente cerca.
Despertó. Oía voces. Abrió un ojo e inspeccionó el lugar. Estaba en un cuartel, tumbado sobre un banco bastante incómodo. Reconoció, sentados en sillas, al hombre y a la mujer de antes, también a algunos transeúntes que estaban allí en aquel momento. Su amiga le acariciaba el pelo.
Los vio desaparecer, y reaparecer minutos después, por la puerta que entraba en su campo visual. Le tomaron declaración el último.
―¿No le tomarán declaración a ella? ―el agente miró hacia la zona de los bancos.
―Ya no queda nadie, hijo.―contestó amablemente. El muchacho miró a su amiga con desconcierto. El policía era bastante viejo, así que tal vez no le funcionase muy bien la vista, en todo caso, podría marcharse antes.
―Será mejor que te vayas a casa, ya hemos llamado a tus padres. ―la chica se levantó del banco y salió a paso lento del cuartel, seguida de su amigo. No mediaron palabra hasta que estuvieron fuera.
―Nadie puede verme. ―murmuró ella. El muchacho la miró de hito en hito, antes de fruncir el ceño.
―Eso es mentira. ¡Claro que pueden! ―gritó él. De repente, una imagen del pasado le llegó a la cabeza como una bala. Desde que se conocieron, la chica no había cambiado nada, su recuerdo y ella ahora eran idénticas.
―No... no es posible. ―sabía que estaba negando lo evidente, pero no quería creerlo. Su mejor amiga... su única amiga... era inexistente.
Y un grito cargado de amarga verdad, nacido en su corazón, desgarró su garganta y brotó al exterior por sus labios mientras las lágrimas bañaban sus ojos y sus rodillas se abrasaban en la acera calentada por el sol.
Se miró al espejo. No era un héroe, sólo un chico normal. Sacudió la cabeza, ni siquiera era normal, los chicos normales no nacían en cuerpos de niña ni les diagnosticaban trastornos psicológicos.
A su lado, reposaba una acuarela a todo color bellamente enmarcada. La joven le miraba sonriente, sentada sobre la arena de la playa con su incontenible maraña de rizos castaños y sus gafas rectangulares. Ella permanecía quieta, aunque los ojos del muchacho observaban la imagen como si se fuera a mover.
Tras unos segundos silenciosos en los que ambos se contemplaban, la puerta del camerino se abrió con un chasquido y el portarretratos acabó en el interior de una mochila.
―¿Nos vamos? ―una cabeza rubio ceniza con los pelos de punta asomó por el marco. El chico se levantó de su asiento y salió al pasillo.
―Tío, estás como un zombi vegetariano. ―pronunció el más alto, con un fuerte acento germano, mientras tocaba de manera insistente su incipiente perilla rubia.
―¿Quieres decir que estoy raro? ―no pudo evitar soltar una risa, ese chico alemán con pelo de erizo resultaba que era bastante imaginativo cuando se lo proponía.
―Eso mismo. ―murmuró, parándose frente a un telón color borgoña. Su compañero detuvo sus pasos justo enfrente de aquellos dos trozos de tela cerrados que les separaban del público. Las piernas le temblaron.
―No te preocupes, saldrá bien... ―un par de brazos lo estrecharon contra su amigo. Sus fosas nasales se inundaron con el olor a menta que desprendía su pelo. Se separaron y él se quedo solo, frente al telón.
Las cortinas se separaron, la luz de los focos se reflejó contra las purpurina de su traje y miró hacia el público. Una maraña de rizos le observaba desde la primera fila.

Relatos para el día a díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora