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¡He vuelto! Chan chan chan... ¿Qué piensan que dirá Andrew?
Comenten antes de leer, gracias.

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    Siento que hay obras de arte que han sido observadas con menos interés con el que yo observo esa baldosa de mármol blanco. Siento la mirada de Andrew sobre mí, pero no puedo decir nada, sólo esperar hasta que conteste.
    ―Mira, no importa ya ¿vale? Yo voy a casarme y tú ya tienes a tu novio. No es...
    ―No es mi novio. ―le interrumpo, cortante.
    ―Pues lo que sea. No reabras una vieja herida, ¿quieres? Ya lo he superado. Y tú también. ―camina por la sala, nervioso. Suena más a autoconvencimiento que a otra cosa.
    ―¿En serio, Drew, en serio? ¿Siete años saliendo conmigo y crees que puedes mentirme? ―me mira con una mezcla de odio y locura, o a lo mejor es mi impresión.
    ―¡Déjame en paz! ¡Estaba perfectamente hasta que apareciste en mi vida otra vez! ―está histérico, creo que también a punto de llorar.
    ―¡A mí no me grites! ―le chillo de vuelta. ―¡Solo quería decirte por qué lo hice! ¡Pero veo que no te importa! ¡Sólo piensas en tu comodidad! ―vale, estoy siendo muy egoísta, ¡pero...!
    ―¡No tienes el derecho a decirme eso! ¡Te he buscado durante cinco años! ¡No me jodas!
    ―¡Es lo último que haría!
    ―¡Maldito cabrón, eres un...! ―la distancia se ha acrtado peligrosamente y creo que no tardaremos en llegar a los puñetazos, pero no me importa. Me permitiría desahogarme.
    ―¿Papá...? ―nos quedamos estáticos y giramos la cabeza hacia la puerta. Asomando por la rendija está Richard, mirándonos asustado. ―Papá, no puedes pegarte con la gente, está mal ¿recuerdas? ―el niño termina de entrar.
    ―Ricky, cariño, no estábamos pegándonos. ―Andrew se agacha y le acaricia la cabeza con ternura. ―¿Por qué no estás jugando? Papá ahora está... ocupado. Vete a jugar, ¿vale? ―le da unas palmaditas en la espalda y el niño se va obedientemente, cerrando la puerta.
    ―Mira, siento haberte gritado. Es sólo que...
    ―Estás nervioso, es el día de tu boda y... yo también te he gritado. No pasa nada, ¿vale? ―le acaricio un brazo. ―No pasa nada...
    Siento sus brazos rodeándome y lo estrecho contra mí, aún con el corazón desbocado y los nervios a flor de piel por la tensión de hace unos segundos.
    ―Eric... Sé por qué te fuiste. ―susurra, apretándome contra él un poco más, como si fuera a huir de un momento a otro (que es lo que haría, casi seguro. Me conoce demasiado).
    ―No lo sabes... ―le digo en el mismo tono, imposible que lo sepa.
    ―Yo... encontré tu... partida de nacimiento. Y la miré. Lo siento. ―quiero pegarle, gritarle...
    ―¿Por qué demonios no me dijiste nada? ―se supone que yo debería preguntar eso, pero la pregunta sale de sus labios. Sólo me sale una voz rota que delata que voy a llorar.
    ―Tenía miedo... miedo de que dejaras. Como todos.
    ―Yo te quería... ―ójala me siguieras queriendo, pero ya es mucho pedir, ¿no?
    ―Ya... todos me dijeron eso. Pero se largaron cuando lo dije, como si fuera un bicho raro. ―le digo. ―Y cuando dijeron que querías casarte conmigo, me asusté y...
    ―Y saliste corriendo. ―he dejado de sentir su abrazo, ahora está enredando en uno de los cajones de la cómoda de abedul. Le miro, mientras parpadeo para deshacerme de las lágrimas que amenazan con salir.
    ―¿Por qué? ¿Por qué siempre esperas lo peor de la gente? ―se ha vuelto a acercar, me acaricia la mejilla. Cierro los ojos, estoy temblando. Noto algo frío en mi mano. Abro un ojo, sigue frente a mí.
    Miro el objeto pequeño y brillante. Es un anillo plateado y con surcos geométricos en negro. Sonrío sin saber por qué.
    ―Sé que llega un poco tarde. ―Andrew se inclina y deposita un suave beso sobre mis labios, mientras me pone el anillo. ―Lo siento. ―noto que rodea mi cintura, buscando mi boca una vez más. Giro la cara y lo aparto. Me mira atónito.
     ―¿Qué pasa? Creí que era lo que querías. ―frunce el ceño, algo molesto porque le haya cortado el rollo.
     ―Yo... ―pienso algo rápido. ―Tú vas a casarte, no me amas. ―mi cerebro suspira aliviado, satisfecho por encontrar una respuesta.
    Sus cejas no hacen más que juntarse, su mirada se ha vuelto fría.
    ―No puedes dejarla plantada. Además, no puedes separarla de su hijo. Es su madre.
    ―Richard es mi hijo, no suyo. ―lo miro, absolutamente sorprendido. ―Lo adopté. ―aclaración innecesaria. ―No hay nada que me ate a ella. La excusa del crío no te sirve.
    ―No vas a dejarla plantada. Y menos por un amor adolescente. ―suspiro y abro la puerta. ―Nos vemos en el altar. ―salgo de allí con un nudo en la garganta. Echo a correr, sin importarme la gente a la que me llevo por delante. Cuando llego al jardín, paro a recuperar el aliento y me acurruco a los pies de un majestuoso árbol.
    Me permito llorar entonces, sin molestarme en que no vea ni la mitad o que pierda las lentillas. ¿Qué he hecho para que me pase esto? ¡¿Qué?!
    Escucho unos zapatos pisando la tierra, refugio mi cara entre las rodillas.
    ―Eric...

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¿Quién creéis que será? Chan chan chan...
Ya sé que dije que iban a ser tres trozos, pero creo que serán cuatro o cinco...
Este se me ha hecho corto.
PD: por favor, que alguien me diga que odia a Samantha. No soy el único, ¿no?
PDD: a partir de hoy, este relato se moverá a una historia aparte ("Cuando la nieve cae")

Relatos para el día a díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora