Flores, chocolates, cajitas en forma de corazón... Todo eso le resultaba vomitivo. Cada vez que aquel tipo se presentaba en su casa, con algún regalo entre sus manos y esa estúpida sonrisa plasmada en la cara, le entraban ganas de arrojarle la botella de cristal. Pero se contenía, por su mejor amiga.
No le caía bien el novio que se había echado, era una cara bonita y poco más. Aunque ella era feliz, y a él eso no le molestaba en absoluto. Lo que le molestaba era la actitud de sobrado que llevaba ese muchacho, la manera en la que lo miraba, con desprecio y suficiencia, como si fuera mejor que él. Sólo verle hacía que le rechinaran los dientes.
Todos los viernes se presentaba en la puerta de su piso y se la llevaba a cenar a algún restaurante caro o sitios bastante clichés. Él, en cambio, se quedaba en casa bebiendo hasta emborracharse mientras miraba alguna película americana de presupuesto bajo y guión horriblemente predecible.
Hoy era viernes, pero no apareció. Ella sí que estaba, encerrada en su habitación. Frunció el ceño y abrió la puerta, estaba oscuro. La luz del pasillo iluminó el cuarto, estaba destrozado. Cerró con suavidad y, como buen amigo que era, cotilleó en el móvil de su amiga para saber qué o quién la tenía llorando un día como ese. Los viernes solían ser los mejores días para ella: se acaba la semana y salía de fiesta con su novio.
―Será... ―arrojó el teléfono al sofá, se puso su sudadera gris y las botas militares que estaban guardadas en el fondo del armario, salió del apartamento dando un portazo.
No le costó mucho dar con aquel imbécil, sabía qué lugares frecuentaba. Cuando lo encontró, hirvió de ira. De lo sucedido después no recordó nada, excepto que cuando volvió en sí tenía los nudillos manchados de sangre que no era suya y estaba sentado a horcajas sobre el bastardo que había osado cortar con su mejor amiga por mensajería, el cual tenía la cara cubierta de costras rojizas y yacía inconsciente sobre el suelo de la calle.
Se encontraban en una heladería bastante sencilla y acogedora, disfrutando de sus vacaciones de verano en la montaña. A su lado, ella devoraba el yogur helado con galletas y vainilla.
―No debiste pegarle.
―Se lo merecía. ―gruñó él, observando sin mucho interés la lluvia que golpeaba la cristalera, acodado sobre el tablón de madera. Ella giró su cabeza para mirarle, dejando de comer por un momento.
―No puedes ir golpeando a la gente "se lo merezca" o no. Ya te lo he dicho. ―el muchacho se limitó a poner los ojos en blanco antes de suspirar.
Era viernes, había tormenta y la pulsera que le había regalado hacían del día una especie de cita bastante rosa. Aunque a ella le gustaban las ñoñerías, y él estaba dispuesto a ser el chico más cursi del universo si ella se lo pedía, aunque mejor que no se enterara.
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