De pequeña odiaba los hospitales. Odiaba el olor a antiséptico, a la gente llorando y los cuerpos acumulándose en la morgue. Odiaba ver cómo se llevaban a mi prima medio consumida y la voz de el enfermero diciendo "otra víctima más, pobre chica". Odié ver cómo murió.
Por ese entonces, la anorexia y la bulimia parecían "estar de moda". Casi la mitad de personas a las que conocía acababan con trastornos alimenticios de esa índole, o si no eran sus familiares. Navegar por la red era un infierno, viendo por todos lasdos fotografías de chicas tan delgadas como para esconderse tras un folio en vertical o a chicos que eran capaces de sostener monedas con las clavículas. Espeluznante. Me recordaban al esqueleto que había en una esquina de la clase de ciencias.
Sin embargo, conseguí completar mis estudios obligatorios y el bachillerato. Más tarde me gradué en medicina y me especialicé en tratar con pacientes con anorexia, ingresando en un centro especializado en trastornos alimenticios.
Ahora, aunque todavía no me he acostumbrado al hedor de los desinfectantes, puedo ver cosas positivas en los hospitales. Como la madre que sostiene a su bebé de dos años y se deshace en lágrimas tras la noticia de que su hijo mayor puede curarse. Aaron está a salvo.
Aaron en un niño como otro cualquiera: saca buenas notas, hace deporte y tiene una familia cariñosa. Sin embargo, es mi paciente (con todo lo que eso implica). Me lo trajeron esta mañana, me sorprendió su bajo peso, aunque por suerte no había empezado a "comerse as sí mismo"*. Él solo tiene doce años, pero sufre de anorexia. Su estancia aquí será larga, su familia estará sufriendo insomnio las primeras semanas (tal vez incluso un mes), su hermanito llorará porque no sabe dónde está, su perro lo llamará despertando a todo el vecindario y Aaron pasará su infancia y adolescencia en psicólogos, grupos de apoyo y visitas a mi hospital. Todo porque a sus compañeros y compañeras no se les ocurrió otra manera de pasar el rato más que meterse con él.
Pasan los días, las semanas, los meses y los años. Me llegan nuevos pacientes, se marchan otros, algunos nos dejan por el camino. El pequeño Aaron ha dejado de ser tan pequeño, hoy asisto a su graduación de bachillerato.
Desde mi asiento, siento cómo sus ojos azules me miran con intensidad. Me sonríe desde su silla sobre el césped, vestido de azul con la corbata mal atada y el pelo rubio alborotado por el viento. Tiene una sonrisa preciosa que dice "aquí estoy" y me alegro de poder verla, acordándome del famélico niño que me trajeron hace años.
Tras las rutinarias cascadas de fotografías con profesores, compañeros, familiares y amigos; se acerca hasta mí, me pone en la cabeza su ridículo sombrerito con borla dorada y me arrastra hasta el campo, donde se han congregado todos. "Oh, vamos, ya tengo treinta y dos años" le recrimino, intentando hacerme oír por encima de la música disco que sale de los altavoces a todo trapo. "Nunca es demasiado tarde para divertirse, dra. Lewis" me dice, ofreciéndome un vaso de plástico lleno de lo que parece ser gaseosa y mostrándome su diploma.
Sí, ahora todo parece estar en orden.
*Se refiere a cuando el cuerpo humano deja de recibir nutrientes y consigue lo que necesita de los músculos y órganos.
NA: hay una segunda parte, aunque es más bien cursi y rosa y... vale, ya lo dejo. No sé si publicarla.