Mal gusto

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    Definitivamente. Esto era una broma de muy mal gusto. Sólo había ido al banco a sacar dinero. ¿Qué diablos había hecho mal para que el karma jugara en mi contra?

    Porque encontrarte con tu ex después de una década no es muy agradable. Sobre todo si te largaste de la ciudad sin decirle nada, ni un mensaje siquiera. Suspiro y me pongo a la cola, tras una señora que lleva un cochecito con su hijo dentro, mientras rezo a un dios imaginario pidiendo que Andrew no me note y siga hablando con la contable, asesora financiera o lo que sea que esté embutido en esa falda de tubo negra.

   Pasan varios minutos en los que veo la fila avanzar tortuosamente lenta. El crío ha empezado a berrear.

    Bien. He conseguido sacar trescientos euros en efectivo y ya estoy a punto de salir a la calle mientras él sigue sentado. Un par de metros más y toda la tensión acumulada se irá en cuanto me integre con el torrente de personas que recorren la avenida...

    ―¿Eric? ―Mierda. Me quedo estático el segundo en el que proceso que ha dicho mi nombre, pero sigo caminando hacia la puerta.

    ―Eric, ¿eres tú? ―Eso ha sonado a pregunta retórica, así que no me queda más que girar sobre mis talones y enfrentarme al metro ochenta y dos que es ahora. Nos miramos a los ojos un momento. Ha cambiado un poco. Bueno, vale, un poco mucho. Ya no tiene el pelo por los hombros y está vistiendo corbata con una americana azul oscuro. Yo, en cambio, voy con mis Converse destrozadas de tanto usarlas y una camiseta que parece un saco de patatas negro con Green Day estampado en el frente.

    Suspiro y me decido a hablar.

    ―Andrew, cuánto tiempo. ―No puedo sonreír. Es imposible. Fingir sonrisas no es lo mío. ―Veo que te has cortado el pelo.

    Genial, una década sin verle y lo primero que se me ocurre es hacer un comentario sobre su pelo rubio engominado con raya a un lado. Quiero pegarme cabezazos contra el mostrador de granito en el que me han atendido antes.

    ―Tú... tienes el pelo negro. ―Vaya dos estamos hechos.

    ―Sí, ya era hora de dejar los tintes. ―En estos momentos  siento que estoy recitando un guión de película romántica de muy bajo presupuesto.

    Tras unos minutos de incómodo silencio, me invita a tomar unas copas. No me queda más que aceptar, así que acabamos vagando por la avenida hasta la única cafetería que no es Starbucks, una en la que te preparan café de verdad.

   Una bonita camarera nos toma nota y se marcha con diligencia hacia la barra. Andrew apoya los codos en la mesa y entrelaza las manos, señal de que tiene cosas importantes que decir.

    ―Y... ¿cómo te va?―me atrevo a preguntar, aún sin saber lo que va a salir de sus labios.

    ―Bastante bien, ahora soy fiscal. Tengo un ático y... ―detiene su narrativa cuando un camarero deja los cafés sobre la mesa con cuidado, haciendo que tintineen las cucharillas. Le miro, mientras sostengo la taza con una mano. ―Me voy a casar. 

    Trago saliva y me atraganto con ella. Disimulo una tos  mientras aprieto la cerámica blanca, quemándome la mano. La aparto y me la miro de reojo, está roja.

    ―¿Cómo es? ―Debería felicitarlo y estar contento porque haya dejado atrás el pasado. En cambio, sólo puedo preguntar quién es esa señoritinga.

    ―Se llama Samantha. ―y ahora va a decir que es rubia y tiene un cuerpazo de diez. ―Es la sobrina del alcalde. ―Lo que yo decía. Bueno, no lo ha dicho explícitamente, pero todos conocen a esa mujer, parece sacada de la casa de Playboy.

Relatos para el día a díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora