Brazos Blancos

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De nuevo desperté mojada de sudor.

《Vamos niña, únete a la danza, deja que te seduzca》.

Niebla oscura, casi tornándose como nubecillas aterciopeladas, envolvía poco a poco mi espacio. Me sentía asfixiada por ellas, no como podría experimentarse al colocarse una soga por el cuello -al pensar esto los bellitos de mis brazos se erizaron-; era más como si bailarines humanos, flacuchos y sin rostro, me rodearan con pasos calmos, envueltos en sus trajes pegados, del color de la sangre, y otros del color de la profundidad del abismo, todos ellos nivelados, para que el mismo número de rojos lo fueran de negros. Y luego, se reunieran a mis costados, por completamente los lados visibles, nublando más que la niebla mi vista, robando mi aire, inútil en el sueño, lo que los hacía más imponentes. Seguían ahí, como si estuvieramos en un horno infernal en el que lo única que queda por hacer es alborotarse poe la eternidad. El alrededor giraba, mis extremidades se sentían aplastadas por esos seres y la incapacidad de mi mente de razonar dentro de semejante castigo. La cabeza me aguijoneaba por la nuca, como escarbando para ver que sigue luego de intentar vagamente, más arriba, de romper mi cráneo.
De momento permanecí estática, en un pasillo de piedra, casi como si andara casualmente en un castillo, a media noche.

El polvillo volátil se dejaba observar cuando la luz de luna -o ello parecía- se colaba por la ventana...viniendo del suelo, y no de nuestro satélite.

Una chimenea a mi izquierda humeó, como si algún viejo gordo y benevolente, más lleno de plata que de comida, entrara a dejar regalos, cayendo en carbones.

Los rincones que llevaban a pasillos en otras direcciones se sumieran en humo rojo. Casi como decir que ambos tonos de humo se fusionarían al llegar a donde yo erguida estaba.

Una larga mano blanca, descarnada como si el dueño de esta se hubiera contagiado de lepra, se extendió desde la chimenea hasta sostener mi pie.

Sorpresivamente, mis manos poseían un fulgor dorado, que hacia frente a las demás extremidades humanas, blancas y de uñas podridas, que resbalaban por el suelo.

El fulgor se apagó cuando volteé a la ventana y unos insectos reptaron por ahí.
Por fin, por mucho que pataleé, los brazos me sujetaron, exprimiéndome como una dulce mandarina rellena de sangre.

Cuando me jalaron rápidamente a la oscuridad de la chimenea, desperté.

Recordé que un día antes había dejado un extraño juego de mesa bajo mi cama, junto a mis zapatos. El juego era ajedrez, de frutos rojos e instrumentos oscuros.

Suerte que lo de mi sueño no podía ocurrir en la vida real, o empezaría a pensar con palabras macabras, que torturían mi alma cada vez más.

Suerte que las almas mueren.

《Niña tonta, ssssólo los cuerpos mueren》.

Pesadillas Aún No PlaneadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora