Una Asistente Social

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La estúpida falda no había ayudado en su objetivo.
Maldita sea la hora que decidió que este atuendo era tan apropiado como cualquier otro.

Se sentó en su carro y maldijo otra vez en cuanto se le subió la falda de nuevo.
Los chicos solo le miraban las piernas mientras ella trataba, sin exito, de hablarles; había sido un caso perdido desde el principio.
Suspiro con pesar: no fue un buen día.

Condujo a casa. Su mente iba pensando solo en un propósito <respetar señalamientos viales>
Fue prudente, como siempre, durante todo el camino. Su velocidad no rebasaba los 45km/h y su cinturón estaba en su lugar como era obvio.
No escuchaba música porque era un distractor y ni hablar de un celular, ese aparato era el mayor ocasionador de accidentes de la historia del automóvil; bueno eso y el alcohol; pero como ella ni de broma consideraría beber un trago de alcohol pues ese factor no lo tomaba tan en cuenta.

Llegó a casa y bajo del carro. Puso los seguros, la alarma y camino rumbo a la entrada. Reprogramo sus siguientes pensamientos y se enfocó en lo que debía hacer en cuanto atravesará la puerta: colgaría su abrigo, checaría correspondencia, escucharía mensajes en la contestadora y subiría para ponerse algo mas cómodo.

Ya tenía ordenado lo que debía ponerse al llegar a casa, al igual que sucedería antes de dormir cuando ordenaba lo que se pondría para trabajar al día siguiente y lo que usaría una vez que llegara del trabajo.
Su vida se resumía a eso: orden y una escrúpulosa rutina inalterable.

Nada alteraba su día a día, a menos claro, que alguna causa imperiosa o con un aviso oportuno se presentará, así ella tenía el tiempo de hacerse a la idea de que ese día ocurriría un cambio.

Justo ese día era uno de los que presentarían una alteración significativa en su rutina, en vez de cambiarse para sus quehaceres nocturnos, tendría que cambiarse para asistir a una cena.

Entro por la calzada y sus pies rodearon una baldosa del camino, sin que ella lo notara.

Abrió la puerta de su casa. Colgó el abrigo en la perchera que estaba a la derecha, tomó la correspondencia del suelo y la reviso con cuidado, nada, solo las rutinarias cuentas.
Presionó la máquina contestadora. Los dos primeros mensajes no contenían muchas novedades hasta​ que escucho el tercero:

"Hola Vic, te hablo para pedirte una disculpa adelantada por si sucede que a las 8 en punto no este tocando a la puerta de tu casa. Y si lo hago, entonces mi disculpa es por preocuparte sin sentido. Te veo en un rato."

El sonido del bip para el final del mensaje se escucho para darle inicio al siguiente, más trabajo.

Victoria escuchó los dos mensajes restantes y solo después se permitió pensar en el mensaje que anunciaba una posible impuntualidad.

Suspiro y se dijo así misma que debía tranquilizarse, la cena de hoy estaba debidamente agendada con un par de meses de antelación.

Subió las escaleras al fin y paso frente a la primer puerta a su izquierda y se detuvo un momento, quería estirar la mano, girar el picaporte y abrirla; como deseaba hacerlo todos los días.

Quería ver de nuevo esas paredes mentas y su cama con edredón blanco, ver el reflejo en el espejo hexagonal de bordes plateados, ella quería los recuerdos.

—Pero así no funcionaba ahora—se dijo de nuevo.

Durante los cuatro años que habían pasado desde su partida, ella se había reinventado para poder seguir. Tuvo que hacerlo y su cerebro no encontró otro camino que funcionar de un paso a la vez.

Se obligó a ordenar a sus pulmones cada respiración, a su corazón cada latido, se exigió cada función corporal que sucede de manera autónoma. Se enfocó en actividades simples, como despertar cada mañana y levantarse de la cama, se ordenó caminar, bañarse, comer. Después se aventuró a exigirse más y se forzó a cepillarse y vestirse de limpio; se aventuró poco a poco a cruzar esa puerta y enfrentarse a la horrible baldosa; se obligó a sentarse en cada rincón de esa casa que tantos recuerdos guardaba.

DÉJAME IRDonde viven las historias. Descúbrelo ahora