27. "Dolor"

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Cuando mis ojos se abren, lo único que puedo ver, es oscuridad.

Durante unos instantes me siento aturdida, débil y aletargada; sin embargo, conforme voy siendo consciente del frío que hace en la habitación y del hedor a humedad que lo invade todo, los recuerdos van reuniéndose en mi cabeza.

Las últimas veinticuatro horas se desvelan a toda velocidad y se sienten como una horrible tortura. Como una interminable retahíla de imágenes crueles y despiadadas.

Sin poder evitarlo, me encuentro pensando en Axel, Daialee, Dahlia, Nate; Rafael y los ángeles que me emboscaron en el apartamento de mi tía, y Mikhail. Me encuentro reproduciendo una y otra vez los sucesos para tratar de darles un poco de más forma en mi cerebro.


Me falta el aliento, mi corazón late a toda velocidad y mi pecho se estruja cuando la imagen del edificio derrumbándose invade mi cabeza. Lágrimas densas se acumulan en mis ojos y el horror se asienta en mi estómago cuando los rostros de Dahlia y Axel aparecen en mi memoria.

—No —mi voz suena ronca y desgastada—. No, no, no, no, no...

Dahlia estaba allí dentro. Axel también. Dudo mucho que los ángeles hayan hecho algo para sacarlos de ahí. Dudo mucho que los se hayan molestado en salvarlos.

Niego con la cabeza, al tiempo que me pongo de pie y aferro las hebras de mi cabello para tirar de ellas en un gesto ansioso... desquiciado.


El llanto angustiado y desesperado se hace presente en ese momento y un sonido estrangulado se me escapa cuando trato de reprimir los sollozos que han comenzado a construirse en mi garganta.

La ira -cruda, dura y cegadora- se apodera de mí en ese momento, y le grito a la nada. Le grito a Rafael y a sus ángeles; a Mikhail y a sus promesas; a Nathan y a sus mentiras... Le grito al idiota del destino por permitir que mi vida se convirtiera en esto. Por arrebatarme a mi familia y dejarme aquí, hecha mierda por unos seres que no conocen la compasión.

El coraje es tanto en este momento, que me muevo a tientas por la habitación hasta que logro encontrar, entre las paredes de concreto, la puerta metálica que me mantiene encerrada. Entonces, comienzo a golpearla. Espero que ellos me escuchen. Espero que los ángeles puedan oír el modo en el que los maldigo y les hago saber que son la peor escoria de la existencia.

Grito hasta que mi garganta arde y, sólo entonces, me derrumbo en el suelo y sollozo hasta que ya no me quedan lágrimas para llorar. Hasta que los ojos me escuecen y el pecho me duele.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que la puerta se abra pero, cuando lo hace, lo único que puedo hacer, es intentar ver más allá de la oscuridad.

No logro distinguir nada.

La persona que entra, es un hombre. Puedo deducirlo gracias a su tamaño y las dimensiones de su silueta que se dibuja a través de la poca iluminación que se cuela por la entrada.

—No tenemos mucho tiempo —dice, sin más preámbulos; y de inmediato sé que no es Rafael. La voz es completamente diferente.

No respondo. Me limito a abrazarme a mí misma en el suelo de la estancia desconocida.


Un suspiro resuena en toda la estancia una vez que la puerta vuelve a cerrarse y, de pronto, algo se enciende e ilumina toda la habitación. Mis parpados, acostumbrados a la oscuridad, se cierran de golpe en ese instante. Me toma unos instantes ajustarme a la nueva iluminación y poder observar las verdaderas dimensiones de la estancia.

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