Prólogo

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Honolulu, 23 de marzo de 2097. 13:47 pm.

-Esto no podría sentarnos mejor, ¡no podría caernos más de perlas! Si... ¡Sí! -el éxtasis y la emoción eran palpables en el aire alrededor del doctor-, ya pronto el Director tendrá una excelente respuesta para lo que ha esperado por tanto tiempo. ¡Flores! –Llamó-, hacedme el favor de coger el teléfono y llamar al señor Royce: dígale que su pedido estaba listo. 

La cara del doctor era todo un poema: la euforia se podía palpar en el aire mientras corría de allá para acá tecleando notas y hablando al aire; recogiendo sin precaución alguno los tubos de ensayo donde el verde líquido reposaba: aquel líquido que provocaba tal emoción. 

Aquella sustancia... de su vida.

Habían sido 10 años y millones de créditos invertidos en ese laboratorio donde sólo él trabajaba en compañía de su asistente y bióloga, Camila Flores, quién a sus 27 años logró ser de su agrado una tarde años antes en un congreso de biotecnología en Japón.

Con un pequeño proyector en mano se dispuso a llevar todo a la sala de conferencias, que no era más que una sala contigua al enorme laboratorio principal que usualmente era usada como comedor improvisado.

-Todo está listo... -Se decía contemplando aquella mesa de vidrio en la que se proyectaba la larga investigación. En una esquina, la esbelta doctora le sonreía complacida y podría decirse, aliviada. 

-Sí, doctor, todo está listo. Iré alistando al sujeto para la presentación. 

-Por favor -asintió-, estamos a diez minutos de la llegada del Director.

La joven dama asintió y se retiró de la sala por la izquierda entre un par de puertas corredizas de acero. El doctor Lautner sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiarse el sudor por el ajetreo y observó casi con melancolía la recopilación de los estudios de la última década de su vida, solo siendo interrumpido por un pitido en el ambiente que anunciaba la llegada del tan esperado invitado.

A las afueras del edificio el para nada modesto helipuerto estaba siendo ocupado por un costoso helicóptero a cuatro hélices. La construcción donde se encontraban daba hacia el mar y sólo estaba rodeado por una zona suburbana de media y alta clase: la imagen de una alta torre blanca y ventanas de un azul claro reflejando el descenso de tal máquina era un escenario de películas a principios de siglo.

El gran helicóptero de color blanco y rayas plateadas no había terminado de apagarse cuando la muy esperada visita salió de su interior: tez clara, ojos de un azul profundo, frío como su natal Londres en invierno. 1.87m caminaba altanero y con mirada fija al frente a paso de conquistador.

-Bienvenido Director, ¿cómo está? ¿Cómo le va? –buen doctor con una sonrisa amable y temblorosa esbozo una venia–. Espero tenga sed, pues le he servido nada más y nada menos que ¡el elixir de la vida! 

Royce lo miró con algo más que frialdad, quizás con un ápice de desprecio, más logró esbozar una ligera sonrisa-. Estoy seguro de que estaré más que complacido de saber que mi inversión dio sus frutos. 

El pobre doctor se limitó a poner un gesto complaciente, alcanzando a balbucear-: Seguidme, por favor.

Por delante de él caminaron el director y su comitiva de seguridad: dos pares de monigotes tan altos como el mismo director, y hasta dos veces su peso y ancho con armas al cinto y comunicadores al oído. 

Las puertas se abrieron frente a ellos dejando escapar el frío de las instalaciones dando a un largo pasillo. Caminaron hasta abrirse a una galería con diferentes escaleras que bajaban hacia los diferentes laboratorios. A la derecha y un par de escaleras más, se encontraban dentro del laboratorio principal.

The InmortalsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora