Salazar

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—¡Míralo, mujer! ¡Mira cómo nuestro hijo camina sus primeros pasos sobre la hierba! —gritó un hombre rubio, de mirada gris y severa, pero que ahora mostraba simpatía y alegría.

Aquel hombre era el señor Slytherin. Vivía junto a su mujer y su hijo en una maravillosa y enorme mansión que él mismo había construido, con ayuda de criaturas mágicas inferiores a él, como eran, por ejemplo, los elfos domésticos.

Su hijo era igual que él: de tez pálida, con los ojos grises que en ocasiones se tornaban celestes, de pelo rubio. Era un bebé precioso y se sentía enormemente orgulloso de él, aunque no había hecho mucho aún, pues se debe recordar que solo tenía un año y medio.

El niño empezó a corretear feliz por la hierba, ya que eso de caminar era nuevo para él. Miró a su padre, que tenía una gigantesca sonrisa en su rostro, y se rio con suavidad.

La señora Slytherin salió de la casa y empezó a aplaudir con emoción a su hijito, por sus primeros pasos. Luego el bebé se acercó a ellos caminando y se dejó caer a cuatro patas en el suelo, haciendo así que su madre le tomase en sus cálidos y maternales brazos.

—¡Oh, mi pequeño Salazar! —dijo la mujer con felicidad—. No puedo esperar a enseñarte magia y ver cómo te conviertes en el mago más poderoso del mundo mágico.

—Querida... Seguro que lo será algún día —sonrió el señor Slytherin—. Recuerda quiénes somos.

—Unos fieles a la sangre pura —respondió su esposa con orgullo.

—Exacto, mujer. La familia Slytherin siempre lo será —asintió él y, tras besarla en los labios, acarició el rostro de su hijo, del que esperaba grandes cosas cuando creciera.


Pasados unos años, Salazar se convirtió en un niño educado, honesto, ambicioso, inteligente, cauto, valiente y responsable, aunque a veces su espíritu aventurero, que había aflorado de su propia personalidad y no de ninguno de sus ascendientes, le llevaba por caminos peligrosos que le metían, a veces, en problemas.

—¡Salazar, vístete raudo y baja aquí, querido! ¡Tenemos que ir a hacer unas tareas! —la voz de su madre retumbó en casi toda la estancia.

—¡Ya voy, madre! —contestó el niño desde su habitación—. ¡No encuentro mis pantalones, eso es todo!

—¡Pídele ayuda a los elfos! —le aconsejó ella.

De repente apareció en el cuarto de Salazar uno de los elfos domésticos que servía a su familia. Tenía unas orejas de perro que le colgaban tristemente de la cabeza y sus ojos eran llamativos y azules. Salazar estaba acostumbrado a los elfos, pues desde que nació los había visto en su casa, y también había visto cómo sus padres les trataban con crueldad. A él no le hacía mucha gracia maltratar a ninguna criatura.

El elfo empezó a buscar con nerviosismo los pantalones del muchacho de trece años, lo más rápido posible para no recibir ningún castigo.

—¿Puedes utilizar tu magia para encontrarlos, Nirbo? —preguntó Salazar, llamando al elfo por su nombre.

—Solo si vos me lo permitís, señorito Slytherin —contestó la criatura haciendo una exagerada reverencia.

—Adelante —asintió y un escalofrío le recorrió el cuerpo, ya que se encontraba semi desnudo en aquella mañana invernal.

El elfo convocó la prenda del muchacho y este, aliviado y contento, se los puso y bajó corriendo al piso inferior de la mansión, no sin antes haberle dado las gracias al elfo.

—Siento haber tardado, madre —se disculpó Salazar cuando su madre se giró y le miró con seriedad; en su mirada se reflejaba un toque de reproche por haber tardado tanto. El niño reparó en que llevaba una cesta colgando de su brazo.

Los Orígenes de HogwartsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora