Godric

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En un pequeño pueblo, al oeste de Inglaterra, vivía feliz la familia Gryffindor. El señor Gryffindor era un hombre alto y fuerte, tenía una barba pelirroja que le llegaba al pecho y llevaba el cabello recogido en una coleta, puesto que también lo tenía largo. Sus ojos eran de un verde resplandeciente. Era un mago muy poderoso y un gran profesor.

Su mujer, la señora Gryffindor, era delgada, aunque no ahora, que estaba embarazada. Su pelo castaño estaba siempre recogido en un alto moño y ese peinado era el preferido de su marido, ya que podía ver a la perfección el bello rostro de su mujer. Sus ojos eran lo que más destacaban de su cara: eran azules y grandes, llenos de vida.

Pero resultó un día, en pleno verano, concretamente en junio, que los ojos de la señora Gryffindor no estaban llenos de vida, sino de lágrimas. Y sus labios, de los que salían siempre hermosos cánticos mientras hacía las tareas de la casa, estaban ahora soltando a diestro y siniestro montones de gritos y chillidos que horrorizaban a aquel que los oía.

—¡Buenas tardes, mi amada! ¿Qué hay para comer? —la voz del señor Gryffindor retumbó en la casa al entrar por la puerta, pero su mujer no le respondió con suavidad, sino que gimió y gritó como lo había estado haciendo antes—. ¡Por mis barbas, ¿qué te sucede?!

El señor Gryffindor corrió hacia la habitación que compartía con su mujer. La escena que presenció no le agradó en absoluto. La señora Gryffindor, sudorosa y sin dejar de chillar como si la estuvieran matando, estaba tumbada en la cama con las piernas abiertas. Las sábanas del camastro se habían teñido de rojo y la señora Gryffindor parecía estar a punto de rasgar las mantas con sus manos, ya que las apretaba con fuerza.

—¡No me dirás que ya viene! —exclamó el señor Gryffindor alarmado. Se puso de rodillas en el suelo, junto a la cama, a la altura de la cabeza de su mujer. Llevó su mano hacia la frente de la señora Gryffindor—. ¿A quién llamo y pido socorro? ¡No puedo verte así!

—Cielo... Por lo que más quieras... ¡Vete! —dijo como pudo la mujer. Gryffindor la miró extrañado. Ella bufó y respiró con dificultad—. No me veas en estas condiciones... Vete y te avisaré cuando salga el bebé.

—¡No voy a dejarte aquí sola! Estás loca si piensas eso, mujer —negó él con la cabeza—. Aquí me quedaré, esperando a ver a mi primogénito. Contigo, mi amor —añadió, agarrando la mano de su mujer. Ella comenzó a llorar en silencio.

—Esto es muy doloroso —comentó, aunque no hacía falta decirlo; bien veía Gryffindor cuánto estaba sufriendo su esposa.

Después de mucho dolor y muchos gritos, por fin la señora Gryffindor se calló cuando el bebé nació. Entonces fue él quien comenzó a berrear. La madre de la criatura cayó dormida en la cama nada más salió entero el cuerpo del niño. Sí, era un niño.

Sin importarle si se manchaba con la sangre las ropas o las barbas, el señor Gryffindor agarró en brazos a su hijo y, con lágrimas de felicidad cayéndole por las mejillas, lo alzó en lo alto mientras el niño lloraba, y exclamó:

—¡Este es mi hijo, Godric Gryffindor!

Al día siguiente, casi todo el valle se había enterado de que el profesor Gryffindor había sido por fin padre. Todos le felicitaron por ello; sus amigos, sus vecinos, sus conocidos... Las niñas del pueblo estaban como locas con el bebé, puesto que era precioso y querían cogerlo en brazos y jugar con él, por supuesto con cuidado, pero como si fuese un muñeco. Sus madres no se lo permitían y les decían que un bebé era una persona y no un juguete.

La señora Gryffindor organizó una merienda con sus amigas aquella tarde, en la que hablaron, chismorrearon y comentaron cosas casi todas relacionadas con bebés. Como es lógico, las amigas de la señora Gryffindor que ya habían tenido hijos, no pararon de darle consejos y más consejos a su novata amiga y ella se lo agradeció enormemente.

Los Orígenes de HogwartsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora