LA CONFESIÓN

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Maria:

—Ave María Purísima —dije y me dejé caer.

Mis rodillas chocaron contra el frío suelo de piedra de la iglesia, pero estaba tan borracha que apenas sentí dolor. Empezaba a pensar que confesarme después de una noche de fiesta no era buena idea; podría añadirla a mi larga lista de decisiones de mierda.

—Bendígame, padre —seguí—, porque he pecado.

—¿Qué pecado ha cometido?

—Muchos.

—Bueno, lo importante es que ha venido arrepentida. ¿Hace cuánto que no se confesaba?

Ladeé la cabeza mientras hacía cálculos.

—Creo que no piso una iglesia desde mi comunión.

—Vaya —se decepcionó.

Quise compensarlo:

—Eso sí, cuando era pequeña mi abuela me traía todos los domingos. Ahí estaba yo —Señalé los bancos de la primera fila—, aguantando todas sus chapas.

—Dirá las del padre Luis —me corrigió—. A mí me trasladaron aquí hace un par de años. —Se presentó—: Me llamo Conrado.

—Encantada, Conrado. Yo soy Maria.

—Como la Virgen. Qué hermoso.

—Sí. Aunque a mí poco me duró lo de virgen.

—Oh. —Carraspeó—. ¿Se refiere a...?

Asentí y me lancé:

—Vayamos al grano, padre. Soy muy viciosa. En plan —Me adapté a su lengua—... me encanta pecar.

—¿A cuál de los pecados capitales nos enfrentamos?

—¿Cuáles hay?

—La ira, la soberbia, la pereza, la gula, la envidia, la lujuria y la avaricia.

—Pues a un combinado de todos ellos.

—¿Todos?

—Sobre todo al de la lujuria.

Antes de que me juzgara, continué:

—Pero quiero cambiar ¡y enamorarme! En serio. ¡Quiero sentir esa sensación Disney tan bonita! Yo no sé lo que es eso. Yo en Frozen hubiera dejado sin zanahoria al muñeco de nieve, en Peter Pan, sustituido a Campanilla con mis polvos mágicos, y qué decir de lo que hubiese hecho con Pinocho.

—Ya. No siga, por favor.

—Lo siento, padre Conrado. No hablo yo. Hablan los chupitos que me he tomado.

—Eh... —Se quedó sin palabras—. Oiga...

—Oigo.

—¿Se está burlando de mí?

—Ojalá, pero no. Necesito su ayuda.

—¿Ayuda?

—Sí, padre. Llevo al diablo dentro. Solo me faltan los cuernos, a diferencia de a mis exparejas. —Reprimí una risa pícara—. Menudos cornetillos se llevaron... —Me centré—: Si usted, padre, pudiera ayudarme a alejarme de la carne para adentrarme en el interior de las personas... Quiero quererlas por su forma de ser y no por qué talla calzan. ¿Me sigue?

—Por desgracia sí. Y verá, Maria.

—Maria Castro, sí. Esa soy yo —lo interrumpí.

—Dios la ayudará a encontrar el amor, pero para ello ¡deje de pecar!

HUYENDO DEL VICIO (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora