PAOLA

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Leonardo:

Tal y como habíamos quedado con Vintage, Maria me acompañó a casa de Antonia. Era un edificio muy viejo y estaba invadido por plantas trepadoras. Hubiese jurado que aún se mantenía en pie gracias a estos vegetales que parecían sostenerlo.

—Aquí hay más hierba que en los bolsillos de Mario —comparó Maria.

—¿Quién es Mario?

—Un amigo de la adolescencia.

—¿El que te apodó Cogollito?

—Exacto.

Avanzó y llamó a la puerta.

¡Toc, toc!, sonaron los nudillos.

Pasó alrededor de medio minuto y al ver que no nos atendía nadie, volvió a llamar.

—Creo que está vacía —deduje.

—Hijo mío, espera un poco. Puede que sea una anciana. La pobre tendrá que venir hasta la entrada. Tal vez tenga unos cien años, la cadera rota, la cabeza ida...

Antes de que terminase la detallada descripción, la puerta se abrió de golpe y, dando un veloz y corto salto, atravesó el umbral una mujer bajita. Su cabello negro recogido con orquillas y sus enormes gafas se sacudieron ante tan repentino movimiento.

—¡Joder! —se le escapó a mi compañera.

—¿Perdón? —se ofendió la mujer.

—Eh, disculpe. —Eché a Maria a un lado—. Buenos días. Veníamos a por un gato.

—¡Oh! Sois los amigos de Paco.

—Los mismos, señora.

—¿Señora? Por favor. Tengo vuestra edad.

—¿Nuestra edad? —La mirada de Maria la recorrió de arriba abajo—. ¿Seguro?

Ella se quitó las gigantescas gafas y se presentó:

—Seré de la quinta. Soy Paola, la hija de Antonia. Tengo veinte años.

—Bueno —Maria quiso arreglarlo—, sí. De cara no pareces vieja.

—¿De cara? —No funcionó.

Lo que a María le había impactado era la ropa: vestía como mi abuela los domingos de misa. Pero no iba a permitir que entrase en detalles. Tomé las riendas:

—Perdona, ¿podemos pasar a ver al gato?

—Naturalmente.

Con su permiso, nos adentramos en la siniestra vivienda. Apenas había luz y la decoración no había superado el siglo pasado. Además, las cortinas de las pequeñas ventanas estaban corridas y la oscuridad brindaba al lugar un aire más que fúnebre.

—Qué acogedor —dije tratando de ser amable.

—Sí... para el Conde Drácula —puntualizó Maria.

La reñí entre dientes, ella me ignoró y avanzamos por un pasillo repleto de imágenes cristianas. A diferencia de Maria cuando llegó a Trespadejo, la hija de Antonia era una beata de verdad. Estaba claro.

Paola se detuvo en medio del pasillo y nos pidió:

—Guardad silencio absoluto. Los gatitos están dormidos y no quiero que se asusten.

Abrió una puerta y nos descubrió una espaciosa habitación. En ella descansaban seis gatos, echados sobre periódicos viejos.

—¡Qué monaditas! —Maria no se contuvo.

HUYENDO DEL VICIO (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora