PONTE DURO

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Maria:

Caminaba mareada hacia la casa principal. Leo y Paola me agarraron para que no diese tantos tumbos. Pasé mis brazos por sus hombros y dejé los pies muertos. Parecía venir de pasar una noche loca y mi ropa pringada de vómito reforzaba esta imagen.

Sin embargo, los pensamientos de Paola iban por otro camino:

—Me siento la cabecilla de una procesión, ¡llevando al cristo!

Una vez en la entrada, me sentaron junto a las petunias que tanta pereza me solía dar regar y Leo llamó a la puerta. Nadie nos recibió.

—Qué raro. —Se rascó la nuca—. ¿Y Carmen? ¿Habrá ido a dar un paseo?

—Puede. ¿No tenéis llaves? —me impacienté.

—Naturalmente. —Paola perdió una mano en el gran bolsillo de su blusa—. Deberían estar por aquí.

Antes de que diese con ellas, un grito procedió del interior de la vivienda. El vértigo se me disipó y, alarmada, logré ponerme en pie.

—¿Es la jefa?

—Diría que sí —afirmó Leo—. ¿Estará en apuros?

—¡Obvio! —Me dirigí a Paola—: ¡Saca las llaves de una maldita vez! ¡Se la están comiendo los marcianos!

Paola pegó un respingo y al fin las encontró:

—¡Vamos!

—Bien. Tú primero —indiqué—, amiga.

—Ni hablar.

—Pues que pase Leo.

—Ni de coña.

—¿No dices que los marcianos no existen?

—Los marcianos no, pero he leído suficientes libros de Stephen King como para saber que en los lugares apartados pueden ocurrir verdaderos horrores: Misery, En la hierba alta, El resplandor...

—Qué friki eres —desprecié.

—Más friki es creer que se trata de unos alienígenas.

Me dispuse a contratacar, pero llegó a nosotros otro chillido, uno más agudo, más desgarrador.

—Jo-der. —Me dio un escalofrío.

—Pronto será tarde —temió Paola—. Cobardes, yo me encargo.

Sacó una pequeña cruz de madera del bolsillo y se aventuró.

—¿Cuántas cosas religiosas llevas ahí? —pregunté—. Eres el Doraemon cristiano.

—También tengo un rosario, una vela y cerillas.

—¿Y siempre cargas con todo ello en la pechera? Normal que vayas jorobada.

Escoltados por Paola y su crucifijo, echamos un vistazo a las estancias principales. Estaban desiertas:

—Pues aquí no hay ni Dios.

Paola condenó mis palabras y Leonardo recordó:

—Hemos oído gritos, los tres hemos sido testigos.

Abrí la boca para decir alguna absurdez, pero llegó otra ronda de chillidos:

—¡Ayyyy! ¡Ay, ay, ay! ¡Ayyyyy!

El ruido venía de la habitación colindante a la cocina: donde solía dormir Vintage.

—¡Es Carmen! —supuso Paola—. ¡Está en peligro!

—Espera. —Presté atención:

—¡Oh, oh, oh! ¡Ay, sí! —Eran gemidos—. ¡Ah! ¡Sí! ¡¡¡Oh!!!

—Paola —concluí—, no está en peligro.

—No —negó también ella—, no lo está, porque nos tiene a nosotros. ¡Aguanta, jefa!

—¿Qué? ¡Tú! ¡Espera! —No conseguí pararla.

Corrió con la cruz alzada, se estampó contra la puerta y se abrió paso.

—Santo cielo. —Retrocedió de inmediato.

No se trataba de Carmen, no. Y mucho menos de una amenaza.

Tumbado sobre la cama, estaba Vintage, completamente desnudo y con Susana, también sin ropa, sentada en su entrepierna. Había estado cabalgando.

—Ay. —Identifiqué la postura—: La jinete.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Y el barco? —dijo Leo.

—Lo tendrán anclado. —Bromeé—: Como la Susi al jefe.

—Pero, pero... ¡¡¡AH!!! —Histérica, Susana se cubrió los pechos—. ¡Paquitito, actúa! ¡Ponte duro!

—¿Más?

—¡Que los eches! —aclaró—. ¡Con severidad!

—Ah, sí, sí. —Se separó de ella y se levantó—. ¡Fuera, mendrugos!

Su dedo índice no era lo único que señalaba la salida.

Paola bajó la vista y se fijó en ello.

—Dios.

Se paralizó frente a la parte más íntima del jefe.

—¿Qué? —Le pegué una palmada en la espalda—. ¿Apuntando ideas para los vídeos de tu prima? —Solté un posible título—: «Tras el crucero, viagra y al picadero».

La beata asintió a desgana, se le cayó el crucifijo y, acto seguido, se cayó ella. Plaf. Se había desmayado.

—¡Qué hostiazo! —me agaché a auxiliarla.

—¡Paola! —también Leo.

—Queridos —A Susana se le agotó la paciencia—; ¡¡¡largaos con la muertita ya!!! —Olfateó—: Además, es que ya huele a putrefacción.

—No, no. —Reconocí—: Eso es mi ropa, que tiene vómito. 



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