Capítulo 12

54 7 0
                                    


La película comenzó a correr mientras me tiraba al suelo inmóvil, preso de algo superior, incapaz de ser vencido. Pero sintiéndome fuerte.

Y en la pantalla que imagine comencé a ser parte de mis recuerdos.

Ahí me vi al lado de mi papa, sentado en la puerta de mi casa mientras mirábamos pasar los autos por la ruta, y yo señalaba con mas énfasis al grito de "mira un tanquin" cuando aparecía un camión con acoplado redondo, alcanzo a escuchar a mi mama llamándonos a todos a comer, papas fritas para mi hermana y para mí y cebollas fritas para ella y mi papa, no había plata para papas fritas para todos, pero todos sonreíamos. Mi papa luego cortaba una manzana en tiritas y le guiñaba un ojo a mi mama sabiendo que esa sería la única forma que comiésemos frutas, jugando con nosotros a que seguíamos comiendo papas fritas. Después mi mama me hacía viajar a todos lados contándome un cuento tras otro, tal es así que yo iba luego a escribirlos en hojitas sueltas y con un papel más grueso le engrampaba las tapas decoradas con dibujitos y todo, cuando a penas había aprendido a leer y escribir. Mis primeros libros, al fin y al cabo, eran míos y de ella.

Que fácil recordar una familia así, me dije.

Al instante aparecí corriendo con el guardapolvos con cuadritos azul del tamaño de una funda de almohadas, queriendo atrapar a María Cecilia, la chica más linda que había visto en mi vida, y en eso se me escapa un abrazo y me quedo paralizado, rojo calculo, volando por ahí mientras perdía el juego.

Y luego de ese primer recuerdo todo se hizo más profundo, más nítido, más vivido.

Más real.

Creo que tenía 5 años cuando cree un mundo.

Estábamos jugando en la tierra de una de las calles que da a mi casa. Mi hermana Mariana me conto de su amiga imaginaria. Que se llamaba, tiernamente, "habladora". Entonces le pregunte si Habladora no tenía un hermano. Y para que no la molestase más, me presento a Hablador y nos hicimos amigos. Y como buenos amigos no nos separamos nunca más.

Recuerdo que volvimos a casa y tenía una extraña sensación, me sentía lleno. No porque antes estaba vacío, sino porque había agregado más a mis días de niño.

Hasta ese momento solo tenía que soportar el jardín de infantes, salir, llegar corriendo, con los minutos contados para tomar la leche e ir a buscar a mi único vecino y amigo, Leonardo, para sentarnos frente a la tele y no perdernos ni siquiera la presentación de los Thundercats. Durábamos sentados hasta que la canción se hacía más movida, entonces nos levantábamos e imitábamos tener la espada de León oh en nuestras manos y dar espadazos al aire, simulando tener mutantes alrededor nuestro.

No la pasaba nada mal. Hasta a veces podía ir a la carpintería de mi papa y fabricarme, con palos de escoba y con pedazos de maderas que quedaban como desperdicios, una espada parecida. Y ni hablar de los muñequitos que mi mama me compraba. Cuando terminaba el capítulo tenía todo el tiempo que quisiese para hacer mi capitulo propio.

Aun así, al hacerme amigo de Hablador, todo era más divertido.

Él estaba conmigo en todas partes. Era una parte más de mí, pero fuera y dentro de mí. Era magnifico sentirse así de acompañado.

Y lo que empezó como un simple amigo imaginario, al poco tiempo se transformó en una especie de explotación de mi cabeza con una profundidad que a cualquier psicólogo hubiese asustado.

Mi madrina me regalaba conos de plástico que a ella le sobraban de los hilos que usaba en su trabajo, y con un papel trasparente pegado al orificio más grande, ya me había fabricado una especie de cámara filmadora.

Los pies sobre mi mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora