La verdad nunca me ha gustado la idea de formar parte de algún tipo de colectivo. No puedo evitarlo, me pone nerviosa la gente que sigue tendencias a rajatabla. Por ejemplo, en estos últimos años se viene alzando la negación a la frivolidad primermundista inherente como estilo de vida y simplemente no lo soporto. Subcultura contemporánea, se llaman a sí mismos. Yo los calificaría más como alternativos pretenciosos.
Solo para que lo sepan, a unos niños en Sri Lanka les pagan cincuenta centavos la hora por hacerles la ropa que ustedes compran por cien dólares, luego no quiero verlos por ahí pregonando que ayudan al planeta porque llevan la comida orgánica, que solo pueden permitirse con sus sueldos de clase media alta, en bolsas de papel reciclable.
Ya lo sé, soy una pesada. Que no les dé pena calificarme de individualista rancia con inclinaciones anarquistas, otros lo han hecho antes que ustedes. Sin embargo, no me voy a poner tan intensa desde el principio, tampoco la idea es espantarlos en el tercer párrafo. Solo quería comenzar por mi oda de odio a la hipocresía primermundista para hacerles entender lo incómoda que me sentía en el momento en que todo comenzó.
Estaba en la planta baja de uno de los edificios más grandes y lujosos del centro de la ciudad y podría decirse que iba vestida muy a la moda. Llevaba unos zapatos altos de piel sintética y un vestido verde con patrones de florecitas que debía haberle costado un buen dinero a Ronald. Siempre que le comentaba que me habían llamado para una entrevista de trabajo se emocionaba de más y terminaba trayéndome un montón de ropa nueva. Yo lo dejaba porque sabía que estaba haciendo su buena acción del mes intentando que mi imagen personal no diese pena infinita y porque tampoco era quién para impedirle que se gastase el sueldo en cosas inútiles.
Bueno, tampoco piensen que era una desaliñada tirada al descuido. Les juro que cuando me ponía guapa no había quién me ignorase, pero de normal me salía andar en pantalones de mezclilla y camisetas compradas al mayor en tiendas por departamento. En la facultad, algunos chicos decían que las mujeres que estudiaban ingeniería en realidad habían nacido con pene. Yo me cago muchísimo en eso; los mismos idiotas que tenían la desfachatez de creerse graciosos por promover estereotipos sexistas de mierda venían luego a llorarme por ayuda cuando tenían enfrente una integral triple con coordenadas esféricas.
Hola, lo primero que leían en la síntesis curricular de la lindura que estaba sentada con las piernas cruzadas era que se había graduado Cum Laude como ingeniera civil en una de las mejores universidades del país y acababa de sacarse una maestría en Instalaciones y Sostenibilidad de Macroedificaciones. Que conste que no les digo esto por presumir, solo estoy intentando sumar adeptos a mi campaña de "Tratemos a las estudiantes de ingeniería con respeto".
Al menos en esa compañía sí me iban a dar un sueldo decente aunque fuese mujer. Me encantan las personas que pregonan por ahí de forma irresponsable la inexistencia de la brecha salarial cuando no tienen que enfrentarse a un mercado laboral casi en su totalidad dominado por hombres. Pero, insisto, esperemos a conocernos mejor antes de hacerlos lidiar con mi intensidad.
Dejémoslo en que me estaba aburriendo mortalmente y agradecía tener la batería de mi teléfono al cien por ciento mientras esperaba a que el departamento de Recursos Humanos me llamase. Recuerdo que revisaba mis redes sociales con una concentración máxima.
«Uy, pero qué fuerte la vida cuando ya estás a la mitad de la veintena y lo único que ves son baby showers y bodas por todas partes» estaba pensando cuando la chica llegó y se sentó a mi lado. La vi por el rabillo del ojo y me imaginé que también debía estar allí en busca de un trabajo como las otras diez personas que nos hallábamos en la sala.
Sin embargo, había otros sillones libres y, aunque no podía apropiarme del que estaba utilizando, me pareció irritante de su parte que no se buscase algún otro sitio para existir y otra persona a la cual mirar fijamente. Tenías que estar ciego para no reparar en mi cara de pocos amigos o directamente no tener decencia para ignorarla.
Esta chica no tenía decencia.
—Hola —me dijo. Fingí no escucharla, estaba muy concentrada viendo mi teléfono y no me interesaba despegarme del Facebook para entablar conversaciones con una desconocida. Pero la desconocida era insistente—: No vas a creerlo: tengo ese mismo vestido en rojo.
Reprimí un suspiro de exasperación al oír su voz otra vez y levanté la vista. El video del gatito tomando agua del grifo de la cocina acababa de perderse en los confines de la red social.
—Tienes razón, no lo creo.
¿Saben esas personas a las que cinco lacónicas palabras con tono malhumorado bastan para soltarles la lengua? Bueno, esas personas no me agradan.
—En realidad, había visto en la página que ofrecían ese color que tienes. Para mi mala suerte, a la hora de hacer la orden se había agotado. Debes haberlo encontrado directamente en una de las tiendas, ¿cierto? Moriría por saber en cuál. Verás, me invitaron de día de campo este sábado y como estamos en pleno otoño me parece que esta tonalidad va genial con la temporada. El vestido que llevas puesto... ¿es safari u oliva? Es que siempre los confundo, no sé...
—Mira —corté—, realmente ni sé dónde me compraron esto ni tampoco tengo idea de si es de la última colección de Gucci o se lo sacaron de un Walmart. —Les juro que en otras circunstancias no hubiese sido una imbécil integral, pero la anticipación por la entrevista me ponía mal y no toleraba para nada los zapatos altos—. No es tonalidad safari ni oliva; es verde. Verde vómito, si quieres que sea más específica.
Pensé que se levantaría indignada y me sorprendió que no lo hiciera. En cambio, la chica chasqueó la lengua y me dirigió lo que parecía una mirada de desaprobación.
—¿Sabes? —me dijo—. Hace poco leí un artículo en el que explicaban que las mujeres tienen un espectro de diferenciación de colores más amplio que los hombres por cuestiones biológicas que se remontan al Paleolítico. Es maravilloso que te pases por el culo casi más de un siglo de estudio de teorías evolutivas solo por llevar la contraria.
Rodé los ojos y bufé.
—Me lo compró ayer mi compañero de piso, de verdad no sé de dónde lo sacó. —Levanté ambas manos en señal de rendición—. No sé, creo que somos de la misma talla. Si tanto lo quieres puedo prestártelo para el sábado.
¿Ven? Nunca subestimen a una amargada, en el fondo también podemos ser buenas personas (además de que estaba segura de que no volvería a usar esa prenda en toda mi vida y no me suponía demasiado problema hacer eso para alejar a la charlatana de mí).
—¿Me prestarías tu ropa sin conocerme?
Respondí con un encogimiento de hombros. Ella inclinó la cabeza de lado y dibujó una sonrisa amplia en su rostro.
—O sea, bueno, mejor solventemos el asunto y conozcámonos, porque de verdad quiero usar ese vestido. —Me tendió su mano como ofrecimiento de paz y no me quedó de otra que aceptarla—. Mi nombre es Abigail y vas a ser la primera persona en un mes a la que le pido el número sin ningún interés sexual de por medio.
Después de aquella incómoda presentación, intercambiamos números y conversamos todo el rato que tardaron en llamarme. Bueno, Abigail fue la que habló muchísimo, pero al menos no me aburría lo que decía y eso no pasaba siempre. Pensé que incluso podía llegar a caerme bien si nos tocaba ser compañeras de trabajo. Era una chica simpática. Parlanchina. Normalita.
Ya ven, esta hermosa historia de amor, drama y problemas de gente caucásica que ustedes me acompañarán a conocer, comenzó llena de falsas impresiones.
Espero que no se aparten de sus televisores. Luego de los cortes comerciales volveremos con más.
ESTÁS LEYENDO
Punto de inflexión
ChickLit¿Saben qué es lo que nunca puede faltar en una comedia romántica? Además, claro, del tipo guapo que se enamora de la mujer independiente, del sexo inolvidable y de la subnormalidad crónica de los protagonistas. Se los digo: falto yo, la víctima de l...