El mágico poder de la amistad

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Créanme cuando les digo que he llevado una vida difícil e incomprendida

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Créanme cuando les digo que he llevado una vida difícil e incomprendida. A la hora de explicar que carezco por completo de interés sexual he escuchado cada burrada que tengo suficiente material para escribir, no un libro, sino una trilogía. Sin embargo, con el tiempo he ido aceptando, incluso enorgulleciéndome, de mí misma. Hasta tengo una camiseta muy simpática que dice: «Los asexuales también amamos... Pero yo no, yo los odio a todos».

En realidad, y que quede constancia, para ser una persona con una libido tan baja, no he tenido malas experiencias de parejas. Mis exnovios y mi exnovia de la universidad han sido gente decente con la que pude quedar en buenos términos, incluso aunque estuve con los tres antes de que pasara por mi proceso de aceptación a todo este asunto.

Para mí darle fin a un noviazgo no tiene por qué resultar traumático. Resulta tan fácil como tener madurez suficiente para sentarse a hablar con la otra persona y exponer la situación. Ya se los he dicho, no hay nada peor que andarse con evasivas, en las relaciones y en la vida. Era por ello que Maximiliano Zacchetti había entrado en los primeros puestos de mi lista negra luego de lo que le había hecho a Abigail. Bueno, no solo por eso, sino porque reunía una cantidad increíble de características y conductas que yo consideraba detestables en una persona.

Primero, la actitud condescendiente con la que se había dirigido a Abigail según lo que esta me contaba o dejaba leer de sus conversaciones; segundo, que le iba a votar a Trump porque el muy desgraciado era un reaccionario y un clasista; y tercero, pero no menos importante, que creía que tenía derecho a tratar a todo el mundo como se le diese la regalada gana.

Abigail en un principio no se había fijado en estos detalles (apenas los había mencionado) hasta que la combinación terminó por explotarle en la cara. Le había dicho mil veces que me sabía mal que el tipo estuviera pagándole absolutamente todo y que menospreciara sus opiniones y subestimara su inteligencia (que mi chica era muy inteligente... algo cándida, pero muy inteligente).

Ella estaba ciega, no escuchaba razones y por más quebraderos de cabeza que me causara intentar hacerla entender, se negaba a dar su brazo a torcer. Tres semanas después, esto había pasado. Según Abigail, todo iba de maravilla hasta que, de repente, Maximiliano desapareció por unos días sin dejar rastro. Cuando llegó el viernes por la noche a su departamento y a mi amiga se le ocurrió, de manera inocente, ir a saludarlo, el muy desgraciado por poco no le tiró la puerta en la cara.

Le dio un discurso pasivo agresivo sobre que se estaba tomando muchas libertades por haber dormidos juntos, le dijo que, aunque en un principio había estado cegado por ella, habiendo tenido esos días de descanso se daba cuenta de que lo suyo era imposible. Que estaban en diferentes mundos, culturas y estratos sociales, que él venía de un país muy tradicional donde la familia era lo primero y era obvio que ellos no aprobarían esa relación, que... Pues no me recuerdo qué más, eran demasiadas idioteces. Resumiendo, Maximiliano, un tipo que casi llegaba a la treintenan, se había comportado como un adolescente caprichoso y le había roto el corazón a mi amiga.

Entonces, yo había tenido que llegar con un pote de helado de fresa y disposición para ver la serie de películas de Bridget Jones sin vomitar. Sí, a pesar de todos los desplantes, había hecho eso por ella, ¿saben por qué? Pues porque así es la amistad y porque llega un punto en el que quieres tanto a una persona que eres capaz de odiarla un día pero ir a sacarla de apuros al siguiente.

No contenta con ello, me tocaba vigilar que Abigail comiera, durmiera y no tuviera demasiados deseos suicidas. Llevaba una semana durmiendo en su casa y casi me había convertido en una madre orgullosa cada vez que su polluelo daba un paso más hacia la recuperación de su corazoncito roto.

El problema era que el polluelo tenía espíritu de adolescente y cada tanto tenía que lidiar con su rebeldía. Ese viernes, por ejemplo, estaba muy tranquila viendo televisión en la sala cuando de repente la cría me apareció con un vestido rojo que parecía que tenía guardado en el armario desde la secundaria y unos tacones plateados de plataforma que a Ronald le hubiesen causado un infarto por lo feos que eran. La miré de arriba abajo y suspiré.

Ahí íbamos otra vez.

—Sabes que afuera está a menos dos grados, ¿cierto? —le dije—. Además, no te arregles mucho, nena, que no vas al baile.

—¿Entonces quieres que me quede pensando en morirme otro viernes más? —Se cruzó de brazos—. ¡Soy una chica blanca con sueños, no puedo dejarlos atrás por cualquier idiota!

—Yo soy una asiática con tendencias nihilistas, ¿por qué no lloramos por la diversidad que hay en esta preciosa amistad?

Abigail entrecerró los ojos.

—Hoy voy a salir y no pienso dejar que me lo impidas —dijo, cogiendo su abrigo del perchero—. Una chica tiene sus necesidades.

—¿Necesidades? —Alcé una ceja—. Cuéntame más de cómo ir a emborracharte a un bar de mala muerte y dormir con un desconocido para paliar tu vacío interior se ha vuelto ahora una necesidad. A ver si creces.

Va, admito que había sido muy dura. Me sentí un poco mal cuando Abigail se echó a llorar sin consuelo. Aun así, a veces tocaba hacer del policía malo para hacerla entrar en razón. Además, seamos sinceros, yo no había nacido para ser madre.

—Tienes razón —murmuró—. Es que ya no sé cómo hacer para olvidarlo, siento que mi vida se está yendo en esta basura...

Me llevé las manos al rostro e intenté respirar profundo antes de salir con otra burrada. Tenìa que admitir que a veces este asunto me sobrepasaba.

—Vale, podemos salir —le dije. Y antes de que pudiera responder, añadí—: Si te pones ropa de invierno, claro. Vamos al restaurante de comida tailandesa y luego vemos «Friends», que ya la descargué por Torrent.

Abigail se secó las lágrimas con el dorso de la mano y pareció pensarse la oferta por unos segundos. Luego, asintió más animada y se dio media vuelta para ir a su habitación a cambiarse, pero al llegar al marco de la puerta que conectaba con el pasillo se detuvo y giró en mi dirección. Se mordió el labio inferior, como sopesando su siguiente jugada.

—Te quiero —admitió al fin—. Un montón, del infinito al más allá...

—Yo también me quiero —La chica me miró con cara de pocos amigos. Me eché a reír—. Y te quiero a ti, ¡tonta! Si no, no estaría aquí todavía.

Ella sonrió en respuesta. Yo también sonreí. El cielo sonrió. Después, nuestros problemas existenciales se resolvieron y todos fuimos felices por siempre gracias al mágico poder de la amistad.

Bueno, no, pero fue un lindo momento. 

Punto de inflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora