Epílogo: V de Vendetta

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En enero el sol no brillaba mucho en la ciudad porque todavía estábamos en invierno

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En enero el sol no brillaba mucho en la ciudad porque todavía estábamos en invierno. Sin embargo, yo llevaba puestas unas gafas de sol y un sombrero playero cuando iba de camino al aeropuerto. Además, por supuesto, de mi vestido verde vómito con florecitas (¿Qué? Oficialmente se había convertido en mi atuendo de la suerte)

Miraba por la ventana del coche cómo cada vez se alejaban más las grandes edificaciones de la ciudad para dar paso a una carretera desprovista de otra cosa que no fuesen vallas publicitarias y árboles sin hojas y me sentía eufórica. Parecía una niña pequeña corriendo a abrir sus regalos el día de navidad, solo que en este caso yo correría a montarme en un avión que me llevara a tomar el sol en la Polinesia Francesa (Si es que había sol... Rayos, no había investigado si tendrían invierno también en Oceanía).

—Dijiste que solo serán dos horas de diferencia, ¿no? —Abigail me miraba por encima del hombro con lo que podía interpretarse como preocupación.

—Sí, pero no sé si adónde vaya tenga wi-fi.

—¿Cómo que no sabes si vas a tener internet? —chilló—. ¡Eso no lo habías dicho antes! No, Ronald, ¡conduce más lento! No dejaremos que esta desgraciada tome ese avión y se olvide de nosotros.

Rodé los ojos.

—Por supuesto que el hotel tiene wi-fi, tonta —le dije—. Hablaré con ustedes todos los días.

Aun así no se quedaron tranquilos, sin mí en sus vidas por una semana capaz los pobrecitos entraban en combustión espontánea. Yo también los iba a extrañar un montón, no se crean. Sin embargo, necesitaba con urgencia un descanso, una convivencia tan prolongada con Ronald y Abigail podían drenarle la energía a cualquier persona.

Así, pues, al bajar mis maletas del auto y adentrarme en el aeropuerto estuve cerca de saltar de la felicidad. El proceso de chequeo y pase a la zona libre transcurrió sin problemas, media hora después ya había entregado mis maletas y me encontraba husmeando en las tiendas de perfumes y chocolates sin impuestos a ver qué oferta encontraba.

Lamentablemente, la temporada de principios de enero no favorecía en estas cosas por su cercanía con navidad y, de hecho, los productos parecían incluso más caros. Malditos estafadores de turistas, yo solo quería una bolsa de Snickers para el viaje. Estaba muy decepcionada, a punto de abandonar la última tienda de la zona libre cuando el tipo que estaba pagando en la caja, que ostentaba dos bolsas gigantes en cada mano, habló.

—Mi nombre es Maximiliano, se escribe M-A-X...

Su rústico acento me hizo fijarme en él de forma instintiva. En mi rápido recorrido visual noté que era alto y fornido como todo un adicto al gimnasio y a los batidos de proteínas. Además, tenía un tono de piel aceitunado, el cabello negro azabache y su rostro lucía facciones definitivamente mediterráneas. Un extranjero a todas luces. 

Um. Sospechoso. 

Ni siquiera lo había pensado cuando ya me estaba acercando a él como una mosca atraída a la miel.

—Disculpa, Maximiliano —me aventuré a decirle—, ¿no trabajarás tú por casualidad en el restaurante «Casa Zacchetti»? Creo haberte visto, no lo sé.

Esas palabras hicieron que su atención se centrara en mí y, luego de aceptar que era normativamente guapa, decidiera sonreírme y adoptar una actitud favorable a mi intromisión en su vida. 

—Oh, sí que trabajo ahí. De hecho, es mío el restaurante, pero no se pronuncia «sacheti» sino «dzakketi», es un error muy común aquí en América. —Me dirigió una mirada condescendiente que hizo que todo mi cuerpo se tensara y añadió—: ¿Cómo te llamas tú, lindura? Es raro que no haya notado tu presencia antes por el local.

Abrí los ojos. Me había preguntado por mi nombre. Demonios, no podía decirle cuál era mi nombre real, ¿pero qué le decía entonces? Si de normal hablar con la gente no era mi fuerte, mentir se me daba aun peor. Oh, me estaba comenzando a entrar el pánico. Se los juro, si ese anuncio de Taylor Swift promocionando su nuevo perfume no hubiese cruzado mi vista habría salido corriendo como la gallina con ansiedad social que soy.

—Taylor —Sonreí mientras la identidad falsa terminaba por asentarse en mi cabeza—. Me llamo Taylor. He tenido ganas de conocerte desde hace tiempo.

Dios mío, estaba manteniendo una conversación con un desconocido. ¡Esto no era un simulacro, de verdad estaba haciendo eso!  

—Bueno, Taylor, mucho gusto. —Me ofreció su mano—. ¿Sabes? Me resulta interesante y un poco agridulce conocerte justo el día en que me voy de viaje a Italia para visitar a mi familia. Sin embargo, soy fiel creyente del destino y esta casualidad quizá podría traer algo bueno cuando vuelva, ¿qué dices tú?

Me había quedado como idiota mirando la mano tendida de Maximilliano. Lo lógico era que se la estrechara, pero ya el contacto físico era algo que no sabía si estaría dispuesta a franquear. Alcé la vista y el tipo tenía una sonrisa de comercial de pasta dental. Todo un caballero seductor llevando el control de la situación. Entonces, no lo pensé dos veces. Esto debía hacerse.

—A mí también me parece —murmuré y acepté su presentación—. Por cierto, creo que se te ha derramado el café, mira, tienes una mancha...

Cuando logré que desviase la vista hacia la perfecta camisa blanca que llevaba puesta supe que era el momento. Con toda la fuerza que mis clases de kickboxing en la universidad me habían dejado, elevé mi rodilla hasta su entrepierna y le golpeé con fuerza. Se quedó sin aire por unos segundos y luego se dobló del dolor frente a mí. 

Espero que no piensen que soy una perra sin corazón. Fui más bien blanda para lo que se merecía ese infeliz luego de haberle roto el corazoncito a mi amiga.

—¡Cabrón hijo de puta! Escribes como un mono analfabeta. —Elevando más la voz, añadí antes de alejarme corriendo—: ¡Y me han dicho que la tienes pequeña!

No sé ustedes, pero yo amo las casualidades.

Punto de inflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora