No todo lo que brilla es oro

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Inhala

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Inhala. Exhala. Piensa en cosas bonitas. Inhala. Exhala. Piensa en cosas bonitas. Mira al sol, vuelve a cerrar los ojos. Inhala. Exhala...

¿A quién rayos le parecía relajante esa música instrumental asiática que se escuchaba de fondo? Si no hubiese cincuenta pares de ojos frente a mí, fijo le pegaba una patada en las bolas al subnormal que cada tanto nos soltaba frases que pretendían ser profundas sobre dejar la rabia de lado para aligerar el peso de un supuesto barco que quería llegar a la orilla. ¿De qué puto barco estaba hablando si la playa más cercana quedaba a cinco horas de la ciudad?

Creo que algo no estaba funcionando muy bien conmigo, los niveles de agresividad de mi delicado cuerpecito no habían hecho más que incrementarse en la última media hora. De hecho, vi rebasada mi tolerancia en el momento en que la clase pasó de la fase de meditación a la del estiramiento.

Iban por la postura de perro boca abajo cuando me puse de pie, cogí mi esterilla y me alejé de allí.

Me senté en uno de los bancos que estaba alrededor de la plaza y me permití disfrutar el paisaje, con intención de hacer tiempo para que Abigail terminara su sesión de yoga semanal. Saqué un cigarro de la caja que estaba en mi bolsillo y me lo encendí mientras aquel grupito de idiotas descansaba de sus estiramientos extraños. Que indirectamente respiraran mi aire contaminado y cancerígeno era mi forma de mostrarles el dedo medio con clase.

Ah. Sabía raro el cigarrillo en esos meses. Últimamente apenas fumaba, estaba remplazando el tabaco por una pipa eléctrica que traía esencia sabor chocolate para aspirar, olía mejor que el cigarrillo y no te dejaba los dientes amarillos. Solo estaba el pequeño detalle de que todo el mundo decía que esos artefactos te jodían mil veces más los pulmones y la garganta, pero dejémoslo con que yo no era una chica saludable.

Y odiaba el yoga. Uy, sí que lo odiaba. Abigail me había traído arrastrada a esa clase bajo la patética excusa de que una nota de voz vía Telegram no bastaba para explicar los sucesos del viernes y que habríamos de vernos antes de que terminase el fin de semana para discutir la situación que se estaba presentando con propiedad. Admito que no debí haber sido tan ingenua, debí haber visto su clara intención de incluirme en su secta motivacional desde que dijo que la primera clase era gratis y, encima, te regalaban la esterilla y un termo de agua. Amigos, vivíamos en América, la capital de los engaños.

Ya que estamos en esas, les doy una lección de vida: cada vez que consideren los pros y los contras de una situación, trabajen con la posibilidad de que todo les salga catastróficamente mal. «No todo lo que brilla es oro», debe ser su lema de vida. No se dejen llevar por la gente positiva en estos asuntos, todos caen de culo alguna vez, pero a ellos les duele más porque no se lo esperan.


Pongamos este caso como ejemplo. Lo bueno era que iba a ganarme un almuerzo gratis porque Abigail se había dado cuenta de que la mejor forma de sobornarme era con comida. Lo malo era esperar dos horas en el banco de una plaza, a punto de dormirme como si fuese una vagabunda, hasta que las clases de yoga llegaran a su fin. Lo peor eran los treinta minutos extra que tuve que aguantar cuando el instructor se acercó a mí porque me había visto levantarme cabreadísima en medio de los estiramientos y quería alentarme a que no me rindiese y volviese el próximo domingo.

Punto de inflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora