Sociedad hipersexualizada

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Cuarto grado

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Cuarto grado. Mi primera fiesta de pijamas había sido en cuarto grado. A los nueve años María, mi mejor amiga de la primaria (la única que tenía en realidad), me había invitado a dormir en su casa. Nos habíamos emocionado con la idea de pasar la noche en vela haciendo bromas telefónicas y leyendo cuentos de terror de un libro que los padres de María le habían regalado en navidad. Queríamos ver el amanecer desde la ventana de la habitación y habíamos pensado en diversas formas de mantenernos despiertas, pero al final no resistimos y terminamos tumbadas sobre la mullida alfombra rindiéndonos al sueño profundo.

María y yo dejamos de ser amigas cuando terminamos la primaria y la temida y engorrosa pubertad nos llegó. Mi proceso de adaptación a la secundaria fue traumático, los baños olían a sangre de compresas y a sudor y las pocas amigas que hice no hacían otra cosa que hablar de hombres y de sexo. Toda esa curiosidad sobre temas que a mí me interesaban poco o nada terminó por ser demasiado incómoda para mí. A mediados del segundo año de secundaria ya no tenía más amigas. Ni fiestas de pijamas.

Ahora, a mis veinticinco años, volvía a tener una amiga que me invitase a dormir a su casa. El concepto de fiesta de pijama había cambiado muchísimo desde la última vez que había estado en una. No había leche achocolatada y patatas fritas esperándonos toda la noche. Bueno, sí había patatas fritas, pero la leche achocolatada había sido sustituida por una botella de tequila de cincuenta dólares, una taza con sal y tres limones picados en rodajas.

—¡Hoy es día de emborracharnos! —Abigail llegó al recibidor con dos vasos de chupitos y un juego de naipes—. Tengo todo planificado, cuando vayamos por la mitad de la botella vamos a coger mi teléfono y hablarle sucio a los tipos del Tinder con los que hagamos match.

Hice una mueca y cogí un montón de patatas fritas del plato.

—Qué asco esa aplicación —dije con la boca aún llena—. Es como un nido de psicópatas desesperados por meterla en algún lugar.

—¡Hey! Más cuidadito, a mi anterior novio lo conocí por allí... —Frunció el ceño—. Demonios, olvídalo, sí que es un hervidero de inestables.

Me eché a reír. Abigail aprovechó para la botella, servir los chupitos y tenderme uno a mí. Cogimos la sal que estaba en el vaso y la colocamos en el dorso de nuestras manos.

—¿Por los tipos subnormales del Tinder? —pregunté con mi vaso en alto.

—Mejor por los tipos subnormales de la vida. ¡Que se mueran todos!

Apoyé ese brindis con un gritito de emoción. Después vino la sal, el tequila y el limón. Ah, y por supuesto mi garganta ardiendo porque no estaba acostumbrada al alcohol. Como les había dicho, yo no era precisamente una adicta a las fiestas y destruirme el hígado en soledad me parecía bastante deprimente. Sin embargo, hoy estaba de humor porque era el último viernes del mes y había salido librada de mi período de prueba en el trabajo con una calificación sobresaliente. Había motivos para celebrar.

Punto de inflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora