Triunfo del patriarcado

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Una sarta de maldiciones salió de mi boca cuando me tropecé el dedo meñique del pie contra una de las esquinas de la cama

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Una sarta de maldiciones salió de mi boca cuando me tropecé el dedo meñique del pie contra una de las esquinas de la cama. Todavía obnubilada por el dolor, dejé caer mi culo sobre el colchón de la cama y elevé la zona afectada para hacer una rápida evaluación de daños. La piel de mi pobre dedito, que estaba bastante hinchado para el momento, se había rasgado un poco y unas gotas de sangre le adornaban. Ay, creo que hasta me habían saltado unas cuantas lágrimas involuntarias.

A regañadientes, me puse de pie de un salto y cojeé hasta el baño en busca de un algodón y alcohol. Les juro que vi el infierno cuando llegó el momento de desinfectar la herida y, si era posible, insulté aun más a cualquier ser viviente que poblase la tierra.

—Maldita Abigail, esto es su culpa —mascullé.

Si esta rubia insoportable hubiese tenido la decencia de aparecer en las últimas cinco horas, yo no hubiese estado dando vueltas como un león enjaulado dentro de mi habitación esperando a que mi teléfono me notificara que me había llegado un mensaje de su parte. Sí, me preocupaba un montón que llevase tanto tiempo sin reportarse. Deben entenderlo, Abigail siempre estaba en contacto conmigo y la última vez que me había escrito estaba dentro del carro de Maximiliano.

A cualquiera le parecería que estaba actuando como una madre histérica esperando que su hija adolescente le informase de cada uno de sus pasos mientras estaba de fiesta. Sin embargo, esto no era normal. Según mis cálculos (y yo era muy buena haciendo cálculos), la cena debería haber durado unas dos horas, tres si añadimos un paseo por el centro de la ciudad, donde era razonable que no hubiese contestado. Hasta ahí íbamos bien.

El problema era que ya daba la medianoche y mañana era un día común de trabajo, así que me parecía ilógico que la salida se extendiese hasta tan tarde. No es por ser alarmista, pero la tasa de feminicidios en la ciudad se había incrementado de una manera bárbara en los últimos meses y yo no conocía a ese tal Maximiliano. Y no, no me digan que estaba pensando lo peor, vivía en un puto país donde había más armas de fuego que habitantes. Que un psicópata hubiese podido entrar en una disco gay y cargarse a cincuenta personas en menos de cuatro horas daba razones para preocuparse.

Creo que, llegados a este punto, me estaba poniendo un poco histérica. No había dejado de mirar el móvil y Abigail seguía sin contestarme.

¿Qué procedía ahora? ¿Llamar a los padres o directamente a la policía? ¿Estaba siendo alarmista y se reirían en mi cara por la supuesta desaparición de cuatro horas? Joder.

Esto no era justo. Simplemente no era justo que yo estuviese aquí comiéndome las uñas de los nervios por una persona que no llevaba ni dos meses conociendo. Es más, estaba decidida a que si pasaban de la una sin tener noticias de la rubia iba a ir hasta su casa a echar la puerta abajo, y si eso no funcionaba, le marcaría al 911 e iniciaría un operativo de búsqueda por toda la ciudad.

Me había montado en la cabeza toda esa película para que, cuando al fin pude comunicarme con ella, me contestase de la forma más lacónica y despreocupada del mundo. Estuve a punto de tirar el móvil por la ventana para luego hacerla pagarme uno nuevo por los daños y perjuicios causados a mi estabilidad mental.

Punto de inflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora