El gran paso

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Tenía el sueño tan pesado que no me desperté por el ruido de la cocina, por el olor a panqueques frescos o siquiera por los gritos de Ronald

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Tenía el sueño tan pesado que no me desperté por el ruido de la cocina, por el olor a panqueques frescos o siquiera por los gritos de Ronald. No, amigos, yo era un hueso duro de roer, si no llegaban a mi habitación y me abrían de par en par las cortinas podía permanecer en estado de hibernación el día completo.

—Que preparé el desayuno y es sábado, demonios. —A duras penas estaba abriendo los ojos cuando aquella voz, que parecía irritada desde mi somnolienta perspectiva, resonó en el lugar—. ¿Tanto cuesta levantarte antes del mediodía? Me prometiste que iríamos al centro comercial.

—A veces prometo cosas que no puedo cumplir —mascullé y alcé la vista—. Soy como Obama pero con bajo presupuesto.

Frente a mí estaba un hombre enfundado en un gorro de cocina y un delantal a cuadros que no pensaba rendirse hasta que lograra sacarme de la cama, así que por mi bienestar mental decidí apartar las sábanas antes de que su intensidad terminara sobrepasándome.

—Espero que al menos me hayas preparado mi café moca.

Ronald sonrió.

—Con vainilla, como te gusta.

Ronald era mi compañero de piso, uno de mis mejores amigos y casi siempre escogía mi ropa. Ronald no era gay. Ronald no quería acostarse conmigo ni yo quería acostarme con él. Ronald no era caucásico ni tampoco era un violador en potencia por no ser caucásico. Sí, ya sé, probablemente estén al borde de un Síndrome Confusional Agudo luego de esta desconstrucción de tópicos violenta. No me tomen muy en cuenta, de normal soy así. Para mí la gente que se anda con evasivas es la que merece morir primero en el campo de batalla.

En el corto tiempo en el que me arrastraba al baño para poder ducharme y cepillarme los dientes, se me ocurrieron mil maneras de asesinar a mi compañero de piso, esconder el cadáver y seguir durmiendo de largo. Odiaba con el alma tener que madrugar. Bueno, sí, está el hecho de que madrugar para mí era levantarme antes de las diez de la mañana, pero mi pobre cuerpecito se estaba quejando ante ese esfuerzo sobrehumano.

El agua fría, porque en el piso se había dañado el calentador, me supo a infierno. Este ni siquiera era un asunto urgente. Maldito Ronald y maldita toda la gente que aprovechaba las rebajas de final de temporada. Ni todos los panqueques del mundo podían pagar esto.

Aunque, por cierto, mi amigo cocinaba muy bien. Había realizado uno de estos cursos de seis meses de cocina básica y no había forma de estar de malhumor cuando ponía comida de por medio. Además, como sabía lo cabreada que me ponía mover el culo de la deliciosa calidez de mi cama, aquella mañana había hecho un esfuerzo especial.

Nos esperaban interminables horas recorriendo tiendas y sopesando colores de corbatas y camisas. Ronald era demagogia pura, me llevó al centro comercial con la excusa de que debíamos comprar ropa para la cena de Acción de Gracias que organizaría el Colegio de Ingenieros de la ciudad y al final se olvidó por completo de mí.

Punto de inflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora