Capítulo 1

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La nieve chirriaba y crujía bajo los pies de Alexander, mientras caminaba hacia su casa desde la estación del tren. Había sido un día largo, y estaba cansado. Últimamente, todos los días parecían largos a Alexander. Y parecía que siempre estaba cansado. Miró hacia arriba, al cielo grisaceo, que iba oscureciendorá­ pidamente con la llegada del anochecer. Los bancos de nubes bajas presionaban sobre la ciudad de Novosibirsk, Rusia, deprimiéndolo aún más. ¿Llegaría la primavera alguna vez? ¿Terminaría algún día el húmedo frío del invierno? Los árboles que bordeaban la vere­da junto a la calle permanecían mudos y desnudos, en los últimos tramos del invierno. Despojados de toda la dignidad que una vez tuvieran, esperaban dormidos, en su larga vigilia invernal. En este momento, así se sentía Alexander, adormecido e indife­rente, sin esperanza de un tiempo futuro mejor. Una cabeza llena de cabello y hombros derechos lo hacían parecer joven y fuerte, pero los ojos hundidos y las líneas oscuras del rostro le daban una mirada abatida.
Alexander era guardia de seguridad en un banco local. En mu­chas ciudades, en muchos países del mundo, este trabajo le habría dado un sentimiento de importancia, pero no en Novosibirsk. Nisiquiera el arma que usaba, atada a la pierna en una funda de cuero, lo lograba. Alexander sabía que no había obtenido el trabajo por­ que tuviera habilidades especiales, ni tampoco porque conociera a alguien importante. Hubiera preferido ganarse el trabajo basado en sus cualidades , pero, tal y como eran las cosas, era un trabajo básico de seguridad, y él medía 1 ,80 metros y pesaba 90 kilos, por lo que calificaba. Así se repartían los trabajos en Novosibirsk. No era más especial que cualquier otra persona en la Unión Soviética.

La Rusia comunista tenía un eslogan conocido por todos y cita­do por las masas de la clase trabajadora: "Un trabajo para cada uno, y cada uno para un trabajo".

La expresión tenía la intención de dar una sensación de seguridad y de igualdad, pero, de alguna manera, a Alexancer no le sonaba verdadera hoy. Sabía que debía estar contento y agradecido por su trabajo. Su esposa, Natasha, tenía un buen trabajo estable, como administrado­ra del edificio de departamentos en el que vivían. Dos sueldos eran mejor que uno; pero, aun juntos, sus salarios nunca alcanzaban.

No importaba cómo administraran su dinero, era difícil avanzar económicamente. Sin importar cuánto él y Natasha ahorraran y se las rebuscaran, no podían lograr que sus rublos se estiraran hasta el final del mes . A Alexander le hubiese gustado conseguir un segun­do trabajo, pero no estaba permitido. Por supuesto que no tenían auto; casi nadie lo tenía. Además de eso, los muebles de su sencillo departamento eran viejos y poco atractivos.

A veces, también, era difícil conseguir comida; cosas sencillas, como pan, manzanas o sal, por ejemplo. Lo que era bastante abun­dante era el repollo, las remolachas y las cebollas; pero, si querían algo más especial, tenían que ser pacientes. Alexander recordaba cantidad de veces en las que tuvo que hacer fila durante horas, para conseguir unos pocos rollos de papel higiénico. No parecía correc­to, en una nación que pretendía ser la más grande de la Tierra.

Podría haberse contentado con vivir sin lujos, pero hasta las pe­ queñas cosas de la vida parecían estar fuera del alcance. Habían pasado años desde la última vez que Alexander había podido darle a su esposa algo especial para vestir. Casi se le rompía el corazón cuando la observaba mirar amorosamente un vestido lindo, en una de las po­cas revistas extranjeras que llegaban hasta Novosibirsk. El Gobierno hacía lo mejor que podía para controlar esa propaganda, pero, de vez en cuando, hasta los periódicos publicaban fotos de personas con mejor estándar de vida. Las mujeres aparecían vestidas de manera espléndida, con sombreros a la moda, con pieles o lindas botas; y siempre eran las esposas de los oficiales de Gobierno o de los ricos magnates petroleros; o, quizás, hasta de un oficial de la KGB.

En momentos como estos, Alexander se sentía peor, todavía. Si la igualdad era tan importante en la cultura comunista, ¿por qué algunas personas tenían cosas lindas y otras no?

Mientras Alexander caminaba más lentamente, un cuervo so­litario aterrizó cerca, sobre las ramas de un árbol. Inclinó su cabe­za hacia un lado y graznó en tono estridente, como burlándose de Alexander por las desgracias de su vida. Afortunadamente, Alexan­der ya había llegado a casa, y rápidamente caminó por la vereda que llevaba al complejo de edificios de departamentos.

Alexander entró en el ascensor débilmente iluminado, y subió en él hasta su departamento del quinto piso. Cuando giró la llave en la cerradura, fue recibido por los dos perros de la familia, Boris y Lexi, que fueron corriendo y entusiasmados a saludarlo.

Al igual que muchos rusos, Alexander y Natasha amaban a los perros, y sus dos huskies siberianos eran el orgullo y la alegría de sus vidas. Todavía no tenían hijos, y esto hacía que el lazo de afecto fuera mucho más fuerte entre ellos y los perros.
-¡Boris! ¿Me extrañaste?
Alexander tomó al menor de los dos perros y le dio un gran abrazo, mientras el cachorro, ya grande, saltaba a sus brazos. Lexi, más calmada, se acercó a su amo con dignidad y elegancia. Boris era su cachorro, pero sabía que ella ocupaba el lugar más importante en el corazón de su amo.

El saludo usual de los perros alegró a Alexander, después de la fría y nevada caminata hasta su casa desde la estación del tren. Durante un momento olvidó sus problemas, mientras se empapaba de su afecto. El perro ciertamente es el mejor amigo del hombre, musító mientras le lamían las manos y reclamaban su atención. Su grueso pelaje se sentía cálido y suave al tacto, y él sabía que los perros eran una bendición para Natasha y para él.

Alexander sacó un pedazo de pan negro de una pequeña bolsa.
-¡Bueno, Boris, tengo una rodaja de pan de mi almuerzo de hoy! ¿Quieres un pedacito?
Alexander refregó un poco el pelaje del perro y partió un pedazo de pan para dárselo a Boris, cuya boca cavernosa era un pozo sin fondo. Mientras Boris tragaba el pan, Alexander le dio el pedazo restante a Lexi.
-¿Vamos a caminar después de la cena? -les preguntó a los perros.
Alexander, en realidad, no tenía ganas de salir a caminar esa noche, pero sabía que los perros siempre esperaban con expectativa salir a jugar en la nieve. Y necesitaban el ejercicio, después de haber estado encerrados en el pequeño departamento todo el día.

Lamentablemente, no podían correr libremente afuera, mientras él y Natasha trabajaban. Por un lado, era ilegal; y por el otro, estos perros eran animales muy lindos. Valían algo de dinero, y eran la envidia de todos aquellos que los veían con Alexander, cuando los sacaba a caminar.

Después de la bienvenida de siempre, Alexander tuvo tiempo de saludar a Natasha, su bella esposa. Le dio un beso, fijando su mira­da brevemente en sus ojos azules; y luego se sentó a la mesa de la cocina. El suave rostro ovalado de Natasha, rodeado de rizos rubios, lo miraba mientras continuaba preparando el borsch para la cena. Cuando vio su mirada tan abatida, se paró al lado de él.
-¿Qué pasa, Alex? -preguntó suavemente.
-Oh, solo estoy sintiendo lástima de mí mismo -confesó él-. Toda la tarde estuve con dolor de cabeza. Y,  por supuesto, mi reem­plazo en el banco llegó tarde, como siempre, así que tuve que que­ darme más tiempo. Ese tipo piensa que puede llegar tarde solamente porgue su tío es amigo personal del gerente del banco.
Alexander frunció el ceño.
-Y tuve frío, en el largo camino a casa. ¡El viento del norte estaba terrible! Estos inviernos parece que no acaban nunca, y este año parece peor que la mayoría. No puedo imaginarme lo que sería vivir donde el clima fuera cálido todo el tiempo -Alexander se de­ tuvo en su lista de quejas-. No sé por qué el frio me pone tan mal.

Quizá sea una señal de vejez.
-¿Vejez? ¡Estás loco! Eres un hombre joven todavía. Mira, casi no tienes canas.
Natasha le sonrió a Alexander y pasó sus dedos por la abundante cabellera de color negro.
-Cuando tengas cabello blanco en tu cabeza o no tengas pelo, entonces te tendré lástima.
Se rieron juntos, mientras Natasha continuaba preparando la cena, yendo de la cocina a la mesa, de la mesa a la mesada y nueva­ mente hasta la cocina. Alexander sabía en su corazón que Natasha era la mejor mujer de todo Novosibirsk. Tenía que serlo. Era her­mosa, buena y dulce, y para él, esta era la mejor combinación en una esposa.

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