Capítulo 9

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La mañana siguiente amaneció clara y brillante. No había ni una nube en el cielo cuando Alexander se levantó y se preparó para el nuevo día. Mientras se ponía el uniforme de trabajo, Natasha preparó el desayuno. Era una comida muy sencilla, que comían casi todos los días; más kasha con crema agria y papas. No era la comida de un rey, pero era lo que podían comprar. A Alexander le hubiese gustado comer salchichas también, pero las salchichas eran caras, y no siempre estaba seguro de que se podía confiar en ellas. Cuando las comían, generalmente Natasha las volvía a cocinar, con el fin de asegurarse de eliminar cualquier bacteria o enfermedad que hubiese en ellas.
-Come más papas -dijo Natasha mientras bostezaba, somno­lienta-. ¡Cuidado! ¡La sartén está caliente!
-Mmmmm, huele rico -dijo Alexander mientras se servía una segunda porción-. Muchas gracias, querida.
-Dios es bueno -dijo ella, sonriendo dulcemente-. Pienso que nuestra vida ha cambiado para siempre. Desde la visita de Leonid, parece que nada puede salir mal . Es como si la paz de  Dios estuviera en nuestro corazón, y nada nos la puede quitar -Natasha se restregó los ojos, para despertarse.
-Eso es exactamente lo que estaba pensando -Alexander le dio unas palmaditas en la mejilla-. Parece demasiado bueno para ser verdad, ¿no es cierto?

Leyeron algunas páginas de sus libros, y luego Alexander repentinamente se alejó de la mesa.
-Voy a sacar a los perros a dar una vueltita, antes de irme. Natasha se sentó, sorprendida.
-¡Sí, es cierto! Me olvidé totalmente de Boris y de Lexi. ¡Han es­ tado tan callados! Nunca los sacamos de la pieza del fondo anoche, después de que se fueron los tíos Vitelli y Marina.
Busca tu abrigo, Alexander. Los vamos a sacar ahora mismo.

Se dirigió rápidamente a la habitación del fondo, hablándole a Alexander mientras caminaba.
-Me resultó extraño que los perros no nos despertaran esta ma­ñana. Boris no es un perro pequeño; espero que se haya portado bien. Debe de estar listo para salir a correr. ¡Ven, Boris! ¡Lexi, aquí!
-llamó, mientras abría la puerta del depósito y encendía la luz.
Y entonces Alexander la oyó dar un grito ahogado.
-¡Oh, no! ¡Perros malos! -dijo en voz alta-. ¡Boris! ¡Qué hicis­te! ¡Oh! Alexander! -llamó ella, alarmada-. ¡Esto es terrible!

Para este momento, Alexander había corrido hasta la habitación del fondo y había encontrado a Natasha parada, muda, en el medio de la pieza. Boris estaba corriendo alrededor, excitado, moviendo la cola, mientras Lexi miraba a Natasha con ojos de súplica. Des­parramadas por todas partes, había cosas que habían estado en los estantes del depósito. Sobre el piso, había dos o tres platos rotos, y habían masticado hasta agujerear un abrigo grueso de invierno. Pero, lo que horrorizó a Alexander y a Natasha, por encima de todo lo demás, fue la caja de libros que Leonid les había dejado. La caja había sido derribada de una pequeña mesa que había en la habitación, y estaba caída de lado sobre el piso. Los perros habían arrastrado fuera las Biblias y los libros, y estos yacían esparcidos por el piso. Había hojas por todas partes, arrancadas, de los maravillosos libros. Las hojas y parte de la encuadernación tenían marcas de dien­tes, y algunas tapas estaban roídas más allá de todo reconocimiento.
-¡Esto no puede ser! -se lamentó Natasha, cayendo sobre sus rodillas-. ¡Los perros se comieron las Biblias! ¡Las masticaron hasta dejar solo pedacitos! ¡Oh, Alexander! ¿Qué vamos a hacerl
Boris y Lexi trataron de hacer la paz con Natasha, pero ella los alejó.
-¡Perros malos, malos! ¡No vengan acá, a tratar de ser dulces!
-los reprendió, enojada-. ¿Cómo hicieron esto? ¡Debería darles una
terrible paliza!
-No deberíamos haber dejado a los perros aquí durante tanto tiempo -rezongó Alexander, con la mano en la cabeza y hundiendo los hombros-. Anoche hablamos y  hablamos, y nos olvidamos de ellos -cerró los ojos, exasperado-. ¿Qué vamos a decirle a Leonid?
-¡Todos sus libros maravillosos! -dijo Natasha inclinando la cabeza, avergonzada-. ¡Perdidos! ¡ Destruidos! ¡Mira las hojas, to­das arrancadas! Desgarradas de los libros y tiradas por todas partes.
-¡Y todas esas marcas de dientes! Parece como si un animal salvaje los hubiera despedazado.
Los ojos de Natasha se suavizaron un  poco mientras miraba a Boris, que tenía la cara misma de la inocencia.
-¡Oh, Alexander! Boris no sabía que estaba haciendo mal. ¡Es solo un cachorro!
-Pero arruinó los libros, y ¡ahora vamos a tener que pagarlos a todos! -los ojos de Alexander destellaron de enojo-. ¡Perros malos, malos! -dijo fríamente.
Natasha miró a su alrededor.
-¿Cuántos libros había en la caja, Alexander?
Él suspiró cansadamente, y se arrodilló al lado de ella.
-No lo sé, Tash. Veamos, parece como si esto fuera parte de uno, y este pedazo va aquí, con esto. Y esto debe ser otro -se inclinó-.
Y aquí hay otro. Cuatro, cinco. . .  seis . . .  siete. . .  No, esto podría ser parte de este otro, aquí. Ocho . . .  nueve.. .
Natasha comenzó a contar con él:
-Diez, once . . . Oh, Alexander, debe de haber más de una docena de libros arruinados aquí -ella se cubrió el rostro con las manos.
-Y eran los libros de Dios, listos para hacer mucho bien; para traer el evangelio a muchas personas en esta gran ciudad.

Alexander se levantó lentamente, desalentado, sacudiendo la ca­beza. ¿Qué podían decir? Los libros arruinados habían sido prome­tidos a clientes que ya los habían pagado. Ahora, la gente tendría que esperar sus libros por más tiempo todavía.
Pero, lo que más temían Alexander y Natasha era la mirada que sabían que verían en el rostro de Leonid cuando le dieran la triste noticia. Él había sido muy bueno con ellos, al traerles esperanza de una nueva vida con Dios, ¿y así era como le pagaban?
-Ve y saca a pasear los perros -dijo Natasha con tristeza, to­davía sobre sus rodillas, entre las hojas y los fagmentos de libros desparramados sobre el piso-. Yo me ocupo de este lío.

Los perros salieron corriendo al oír hablar de la caminata, total­mente inconscientes de la "carnicería" que habían dejado detrás.

Mientras Alexander caminaba por las veredas del parque local observando cómo corrían y jugaban Boris y Lexi, deseaba poder estar tan despreocupado como ellos. Pero, sabía que eso no era po­sible. Los libros arruinados se le aparecían frente a él como una montaña gigante, inamovible.

Alexander alzó un palo y lo tiró, para que los perros lo buscaran. ¡ Las últimas horas habían resultado ser un desastre! ¡Una catástrofe! Tan solo la  noche anterior, él y Natasha habían estado compartien­do con el tío Vitelli y la tía Marina los maravillosos libros nuevos, que habían llegado a bendecir su vida.

Y ahora esto. En todos sus años de vida, no podía recordar algo que hubiera salido tan mal como esto. Parecía una calamidad de proporciones  astronómicas. Reemplazar los libros costaría  una cantidad increíble de dinero; pero era más que eso. Había algo que lo estaba molestando más allá de lo obvio. Quizás era lo que los libros representaban. Eran libros religiosos: libros que tenían un propósito real y que habían sido preparados especialmente para llevar las buenas nuevas de salvación al mundo. La tragedia era casi sacrílega de una manera extraña; una profanación de algo santo. No sabía mucho acerca de la historia de los libros, cómo habían sido escritos, o lo que había costado imprimirlos y entrados de contrabando en Novosibirsk. Pero, una cosa era segura: Dios mis­mo estaba involucrado.

Alexander recordó la historia de Leonid acerca de la mujer que había orado, y cómo un ángel se le había aparecido en un sueño, diciéndole que estuviera atenta al hombre con los dos libros. En su mente, eso los convertía en libros santos. Y el resto de los libros de Leonid ¿eran menos santos? Alexander pensaba que no, y eso hacía que su situación fuera más desesperada todavía. La idea de que Boris y Lexi habían mordido todos los libros de Leonid parecía más que irreverente. Era como darle una bofetada en la cara a Dios .

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