Capítulo 10

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Debo ser fuerte; por lo menos, para Natasha, razonó mientras volvía al departamento, tratando de sacudirse la maraña de pensa­mientos que amenazaban con abrumar su mente. Estaba muy silen­cioso cuando entró al calor de su pequeño departamento, pero tenía una mirada determinada en su rostro.
-No te preocupes -le aseguró a Natasha-. Pensaremos en algu­na manera de conseguir el dinero para pagar los libros.

Alexander y Natasha se sentaron junto a la mesa de la cocina, para pensar qué deberían hacer a continuación. Revisaron una vez más la caja de libros, con el fin de evaluar el daño. De los más de veinte libros en la caja, catorce estaban absolutamente arruinados.

-¿Qué le vamos a decir a Leonid? -había lágrimas en los ojos de Natasha-Dios lo envió con un mensaje tan maravilloso para nosotros, y ¿le pagamos así?
-Solo tendremos que pagar los libros; eso es todo.
-Sí, por supuesto; pero cuestan mucho. ¿Cómo vamos a conse-
guir el dinero para hacerlo?
Alexander suspiró profundamente.
-No lo sé, Natasha, pero debemos hacerlo. Es lo que corresponde. El día apenas había comenzado, pero a Natasha le parecía que
ya se veía cansado. Ella inclinó la cabeza, en sumisión al problema que debían afrontar.
-Quizá tengas razón.
-Dios nos ayudará -Alexander puso la cabeza entre sus manos-.
Realmente no fue culpa de nosotros. El diablo está aquí, para traer­ nos problemas.
-¿Te parece?
-Estoy seguro. El diablo no quiere vernos felices. No quiere que
aprendamos de Dios o de la verdad en su Santa Biblia.

Narasha abrió grandes los ojos, cuando repentinamente com­prendió por primera vez lo que había pasado.
-¡Así que el diablo está enojado con nosotros e hizo que Boris lo realizara!
Se volvió hacia Boris, que la miraba cautelosamente.
-¡Eso es, Boris! ¿Oíste? ¡No deberías haber ayudado a Satanás a destruir esos buenos libros, perro malo! ¡Vergüenza debería darte!
-sacudió el dedo ante él y luego miró a la madre perra-. ¡Y Lexi, deberías haber hecho que tu cachorro se portara bien!

-Lo que está hecho, está hecho -dijo  Alexander sacudiendo la cabeza gravemente-. Tendremos que decirle la verdad a Leonid cuando venga. Solo espero que lo entienda. Pero Dios tendrá que ayudarnos -agregó-, si tal cosa es posible. No podemos pagar esos libros ahora. Dios tendrá que ayudarnos de alguna manera a encon­trar el dinero para estos libros.
Se levantó de la mesa, todavía con el abrigo puesto.
-Ahora, debo irme a trabajar. Debemos orar a Dios, Natasha, como hacía Leonid. Quizá Dios nos ayude a encontrar la manera de pagar esos libros. Podemos hablar de ello esta noche.

Alexander salió del departamento y se dirigió a la estación de tren, donde subió al tren que lo llevaría a la zona comercial. Miró por la ventana del tren, que se movía lentamente. El click-cack de las ruedas sobre las vías puntuaba sus pensamientos, mientras pasa­ban al lado de edificios altos de departamentos, por oscuros túneles subterráneos y, finalmente, por encima de calles congestionadas en la zona comercial donde trabajaba.

¡Qué dilema! Alexander cerró los ojos, y trató de pensar en una solución. La idea de todos esos libros allí tirados y despedazados era siniestra. ¿ Cómo iba a pagar los libros que los perros arruinaron? Era un hombre pobre. Mentalmente calculó el costo de reemplazar los libros, y parecía financieramente imposible hacerlo. Ya había dado a Leonid todo el dinero que tenían, para pagar los dos libros que habían comprado. Ese era el dinero que necesitaban para pagar el alimento y los medicamentos para el resto del mes. Alexander no recibiría su salario mensual hasta dos semanas más tarde.

Afortunadamente, el trabajo de Alexander no requería que se concentrara demasiado, porque ciertamente estaba haciendo un trabajo mediocre esa mañana. El área cerrada donde estaban las bó­vedas era una sala silenciosa y grande, con poco tránsito la mayor parte del día. Había mucho tiempo para pensar en el problema en que él y Natasha se habían metido; quizá, demasiado tiempo.

Durante toda la mañana, Alexander no pudo sacudirse la sensa­ción de temor con la que habían comenzado el día. Mientras estaba parado en su puesto junto a la bóveda, trató de pensar en qué haría o diría, si estuviera en los zapatos de Leonid escuchando a un cliente decirle que los libros que había confiado a su cuidado estaban arrui­nados. No podía imaginar que la situación se resolviera fácilmente. Después de todo, ¿había alguna manera buena de decir: "Oh, de paso, nuestros perros se comieron tus libros"?

Intentó orar, pero parecía que sus oraciones no subían más que al cielorraso decorado que se extendía por encima de él, en la quie­tud de las salas del banco. Finalmente, inclinó la cabeza y dejó su ansiedad delante de Dios.
-No tengo respuestas -oró-. Señor, solo tú puedes ayudarnos a superar este horrible desastre. ¿Quién sabe? Quizás haya una razón por la cual permitiste que esto sucediera. ¿No oí una vez a Leonid decir que todas las cosas ayudan a bien a los que trabajan para Dios?

Alexander sonrió interiormente, aunque su rostro lo traiciona­ba. Por supuesto, no se podía tomar una cosa así al pie de la letra, pero algo en su corazón le decía que prefería ser un hombre pobre y estar en paz con Dios, antes que lo contrario.

Mientras tanto, allá, en el departamento, Natasha estaba intentando poner las hojas arrancadas y rasgadas nuevamente en los libros, pero era imposible. La mayor parte de los libros estaba arrui­nada más allá de toda reparación posible.

Centenares de páginas habían sido arrancadas, y despedazadas y mojadas con saliva perru­na, y las tapas de los libros estaban llenas de marcas de dientes. ¡Se sentía tan mal! Mientras contemplaba ese revoltijo sin esperanza, se dio cuenta de que no había absolutamente nada que ella pudiera hacer. No había nada que alguien pudiera hacer. Y no había nadie con quien hablarlo, tampoco; aunque eso no importaba demasiado. Todo el problema era demasiado deprimente para las palabras. Has­ta Boris parecía triste por lo que había pasado.

Natasha pensó en las Biblias y los libros durante todo el día. A menudo, detenía su trabajo para secarse las lágrimas de los ojos. Ya es suficientemente malo que los libros se hayan arruinado, pensó Natasha. Los libros son preciosos para la gente de Rusia; son como viejos amigos. Los libros se leen y se releen, y luego se corparten con otros. Pero, estos libros eran libros de Dios. Se imprimieron para llevar el evangelio a la gente que está buscando a Dios. Los pusieron a nuestro cuidado para que los guar­daramos, ¡y son tan caros! ¿ Qué vamos a hacer?

En un momento de la mañana, ella literalmente cayó sobre sus rodillas y oró llorando, casi con desesperación . "Por favor, Señor, no quisimos arruinar los libros. Estamos tan contentos porque hayas en­viado a Leonid hasta nosotros; pero, nos sentimos muy mal porque los perros destruyeron los libros. Por favor, ayúdanos a encontrar la manera de pagarlos". Y luego, casi como una ocurrencia tardía, barbu­ció: "Señor, no te conozco realmente. Leonid dice que eres el Dios del universo y que, sin embargo, te interesas en nosotros. Por favor, Dios, si quieres, yo sé que tú puedes ayudarnos a encontrar un camino".

De alguna manera, orar pareció ayudar, aunque ella nunca antes había orado sola. Sus oraciones le dieron valor para secarse las lágrimas y seguir con su trabajo. Y trabajar también la ayudó un poco, al obligar a su mente a concentrarse en otras cosas. Sin embargo, para la hora en que Alexander llegó a la casa esa noche, Natasha estaba agotada, por el largo día de preocupación y ansiosa oración.

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