Donde podíamos.

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De alguna u otra manera siempre me llega a la mente todas las veces que nos disfrutábamos con desesperación y sin remordimientos.

A veces nos acostábamos en la cama de mi habitación.

A veces nos acostábamos sobre el sillón de la sala de visitas.

A veces sobre las escaleras.

A veces en mi alfombra favorita.

A veces, donde pudiéramos.

Casi nunca te movías, casi siempre yo hacía todo.

Pero de la nada, te colocabas sobre mí, me sujetabas con fuerza las manos y besabas desde mis labios hasta mi abdomen.

Dejándome en parálisis total.

Era mucho más fácil matarme así, que con un par de balas y un buen arma.

Supongo que te llenabas los dedos de sustancias tóxicas antes de tocarme.

O quizá de extraños polvos mágicos.

Lo que sea que hicieras, sólo sé, que jamás nadie me ha tocado como lo has hecho tú.

Cada vez que esto pasaba, me hacías ser más mala.

Más dura.

Más traviesa.

Más conquistadora.

Más provocativa.

Hasta que seducirte formaba parte de mi rutina diaria.

Y tú poco a poco te convertías en mi pecado favorito.

De esos pecados de los cuales nunca te arrepientes.

De esos pecados por los cuales te vas directamente hasta el infierno.

Así que, ¿donde está tu boca que no está sobre mi piel justo ahora?

Lo único que sé, es que he llegado a una conclusión, y es que he aceptado que necesito la toxicidad y el veneno de tus labios envolviendo a los míos.

Todo el día.

Todos mis días.

AlejandroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora