Dos.

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Los días que siguieron parecieron haberse puesto de acuerdo, unos para pasar excepcionalmente lento y otros para pasar tan rápido que ni siquiera notaba cuando abría los ojos al despertar para ya volverlos a cerrar para dormir. Papá entraba todas las mañanas a mi habitación para despedirse de mí antes de irse a trabajar, mamá había pedido días libres para estar conmigo porque pensaba que sola podría caer en una gran depresión que me llevara a hacer algo malo, y yo... bueno, yo me había dedicado a levantarme de la cama para ir a las misas que le hacían a Allen, a intentar comer todo lo que me llevaba mamá, a procurar que no se diera cuenta que siempre terminaba botando gran parte de la comida por la ventana, y a dejar de mirar tanto el teléfono esperando a recibir algún mensaje de mi mejor amigo.

Porque él ya no está, ya no va a escribir, no va a contestar, no nos va a llamar...

Esa era la parte más difícil de todas, aceptar que ya no estaba. Había veces en las que escribía a su número y terminaba borrando los mensajes por miedo a que alguien los leyera y terminara pensando que me volví loca, aunque no sabía qué había pasado con su teléfono la sola idea de llamar para escuchar su voz en la contestadora y que sus padres o su hermano contestaran me hacía sentir fatal.

¿Se suponía que así fueran el resto de mis días?

Yo esperaba que no.

A pocos días de haber comenzado octubre, el sol seguía ardiendo lo suficiente como para crear una atmósfera muy sudorosa a la cual no me provocaba salir en lo absoluto, incluso tener las cortinas abiertas me provocaba dolor de cabeza. Por lo que, dos semanas luego del clasificado "peor día de mi vida" mamá decidió que estaba demasiado pálida, ojerosa, despeinada y que mi cara de enferma ya no era nada normal.

—Solo sal un rato. —Me rogó por quinta vez, despegue la vista de mi libro y me acomode mejor en el diván de mi ventana, mientras ahora la miraba a ella.

—Ya estoy tomando sol.

Y no era mentira, había abierto las cortinas y toda la luz exterior se filtraba iluminando toda mi habitación.

—Leah, no es lo mismo. Casi ya no sales de aquí, ni siquiera para comer con nosotros. La muerte de Allen no te afecto solo a ti, no puedes quedarte estancada.

Eso me molesto, regrese la vista a mi libro, mordiéndome la lengua para no contestarle algo de lo que seguramente me arrepentiría después. No tenía que recordarme que la muerte de Allen no me había afectado solo a mí, eso ya lo sabía. Charlie me escribía todos los días diciéndome que su mamá estaba mal, que su papá parecía más ausente cada día, y me llamaba llorando porque ya no soportaba el silencio que se hacía sin la ruidosa música de Allen sonando a todo volumen.

—Leah... a Allen no le hubiera gustado verte así.

Entonces, ¿por qué se murió? ¿Por qué no aguanto un poco más? ¿Por qué no pudo ser más cuidadoso?

Respire profundo, intentando retener las lágrimas que se habían acumulado en mis mejillas y de alejar tanto el nudo de mi garganta como esos absurdos pensamientos de mi mente.

—Cada uno vive el luto de distintas formas, mamá...

No, a Allen no le gustaría verme así. Él seguramente me habría sacado de mi habitación arrastrándome por un pie sin importarle en absoluto como estuviera vestida. Si me concentraba, podía escuchar claramente nuestros gritos de protesta contra el otro y nuestras risas atascadas a mitad de la escalera. Aun así, recurrir a esa clase de chantaje era caer demasiado bajo para que yo me conmoviera y le diera el gusto.

Desvié la mirada hacia la ventana momentáneamente, observando el mundo del que me había aislado por voluntad propia, no había mucho que resaltara, más que Will (mi vecino) jugando con su perro en el patio de su casa.

Dear LeahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora