Empeorar

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Mis párpados pesaban como si fueran hechos de plomo macizo. Oía murmullos y sonidos leves a mi alrededor. Mi cuerpo estaba inmóvil y sentía un hormigueo en las piernas y brazos mientras que en las plantas de los pies pareciese como si me introdujeran una estaca o clavos en ellos. Mi respiración era lenta y en patrones, como si me estuvieran privando de oxígeno para respirar y estuviera poco a poco extinguiéndome.
Unas imágenes cruzaron por mi mente. Estaba en un prado verde y sereno, vacío y silencioso. Unas curiosas flores blanquecinas de delicados pétalos como la misma seda germinaban de la fértil tierra a similitud de pequeñas hadas. Una luz me cegaba a tal grado que no podía observar al cielo, pareciera como si el Sol y la Tierra estuviesen a tan solo mil metros de distancia. A pesar de tal brillante luz pude diferenciar una sombra parada en medio de ésta de espaldas, dejándome solo apreciar una figura femenina de larga cabellera clara que le llegaba hasta la cintura y se agitaba como culebrillas ante el violento viento que aullaba cual lobo hambriento.

Me acerqué a ella. De alguna manera, su presencia me atraía. Traté de tocar su preciosa melena, pero cuando estuve a centímetros de poner mis dedos sobre sus cabellos, ésta giró bruscamente para apreciar un espantoso rostro demoníaco plasmado en una negra máscara. Bajo ésta, unos cautivantes ojos dorados resplandecían con vehemencia.
Antes de exhalar un grito de horror, un sonido de algo perforándose resonó en eco en aquel callado y misterioso lugar.
Sangre emanó de mi boca y se derramó de mi cuerpo, alrededor de la enorme cuchilla clavada en mi pecho, justo a la altura del corazón. No emití ni un sonido, pues no sentía ni el más mísero dolor. Todo se ennegreció después de eso...

Desperté de un sobresalto alterada y confundida. "¡¿Qué mierda fue eso?!" grité en mi mente mientras mi corazón estaba desenfrenado por el repentino susto.
Tan grande había sido la sorpresa que no había notado el estar en mi propia casa y cama. Papá estaba mirándome desde una silla a unos cuantos metros de la cama.
—Me alegra que hayas despertado.

Con la mano sobre el corazón que lentamente amainaba su latir pregunté.
—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Más de seis horas.

—¡¿Qué?! —mascullé sobresaltada. De todas las siestas que he tenido, aquella había sido la más larga.

—Tu mamá te trajo luego de que te desmayaras después de las pruebas. —dijo mientras evitaba mi mirada alterada—. Estaba preocupada por ti. Aunque no podía dejar su trabajo y tuvo que regresarse.

Un agudo dolor en la sienes me hizo llevar la yema de mis dedos a ellas causándome una mueca de molestia. Papá la notó y me brindó unas pastillas junto con un vaso de agua. El líquido pasó como un fresco río por mi garganta y logré componerme del buen susto que me había dado esa inusual pesadilla.

El recuerdo golpeó mis neuronas como un camión a toda velocidad.
—¡¿Y Nicky?! ¿Cómo está?

Su mirada se volvió sombría al mencionarle el nombre de mi hermano. Temía preguntar por su estado y varias punzadas hincaron mi corazón como estacas quitándome de a poco una pizca de mi ser.

—Él se encuentra estable. Los medicamentos han calmado al virus pero podría recaer en cualquier momento...

El aire volvió a ingresar a mis pulmones y agarré mi acelerado corazón con mi mano izquierda. Las lágrimas amenzaban con derramarse de mis ojos al imaginarme la pequeña figura de Nick recostado sobre una fría cama del hospital conectado a una máquina, luchando por su vida.

—Por cierto. Maddie llamó hace una hora. Estaba preocupada por tí y me dijo que debía decirte algo muy importante. Que por favor le devuelvas la llamada urgente.

"¿Maddie? ¿Llamada urgente? ¿Qué diablos pudo haber ocurrido?" me preguntaba a mí misma mientras me lograba levantar de mi cama con mis pies titubeantes y mi mente mareada hasta llegar al teléfono  convencional e inalámbrico que se hallaba sobre una mesa decorativa en el pasillo. Percibía la mirada preocupada de papá clavada en mi espalda mientras salía de la habitación. Algo le incomodaba...

Marqué el número convencional de Maddie con manos temblorosas. La situación me daba muy mala espina. Timbró y timbró repetidas veces y nadie contestó. Volví a marcar. Mismo resultado.
El nerviosismo me azotó con mayor fuerza. Busqué mi celular sobre la cama y marqué el número de Maddie. Tenía el corazón en la garganta. Algo no andaba bien...

Contestó al tercer llamado. Su voz se oía apagada y algo sutil.
—¡¿Maddie?! ¿Qué sucede? —vociferé nerviosa aferrándome con desesperación al aparato.

—¡Carter! ¡¿Dónde estabas?! ¡Casi me haces dar un ataque de pánico! —reclamó con fuerza.

—Lo sé, debes odiarme. Te podría explicar todo pero... —un sollozo fue cambiado por la fuerte voz de Maddie—. Oye... ¿Qué pasa?

Otro sollozo más fuerte y dijo con la voz quebrada.
—Es Nathan. Está en el hospital...

Con todo el dolor del mundo, lo presentía...
—¡¿Qué?!

—Su madre no aguantó el tratamiento y murió ayer por la noche... Nathan colapsó apenas supo la noticia. Ahora está internado en el hospital. —sollozó mientras sorbía por la nariz.

—¡No me jo...! ¡Qué mierda! —maldije mientras trataba de esconder las lágrimas. Sin embargo, fue inútil.

"Maldito virus de mierda... ¿Por diablos debiste existir?" gruñí enfurecida en mi mente unido con un sonoro manotazo a la mesa y llanto de impotencia.

—Justamente estoy en el hospital acompañando a Nathan. Los doctores están revisando exámenes. No me han dicho nada de lo que posee.

Decidida, exclamé.
—Enseguida voy Maddie. Allá te cuento todo. Espérame allí.

—Hospital Estatal. Pregunta por la habitación 183. O por el nombre de Nathan Aldrich. Este lugar está a reventar. Ten mucho cuidado —dijo pausadamente.

—Tranquila. Te veo allá. —exclamé y colgué el teléfono.

La debilidad de mi cuerpo enseguida se desvaneció. Fue como si un botón de alerta se hubiese activado inmediatamente en mi organismo y debía de dar todo para conseguir mi objetivo.
El hospital se encontraba a unas cuantas calles de mi hogar, cerca del área metropolitana. El transporte público me dejaba en el parque central. De allí, si corría lo más rápido que podía, debía llegar allí en menos de veinte minutos.

Ni lo pensé dos veces. Agarré un poco de cambio que siempre había en un angelito de cerámica sobre la mesa central y salí despavorida por la puerta. No oí el grito abrumado de mi padre, es más ni me importaba oírlo. Debía ir a ver a Nathan...

El bus recogía pasajeros dos calles abajo de mi casa justo a la 1:00 p.m. Ni un minuto más ni uno menos. Por suerte, llegué con las justas. El 80% de los pasajeros llevaban mascarillas y algunos lucían terribles ojeras y un aspecto fantasmal y pálido. Fuertes toses era el único sonido que se profanaba. Maldije de nuevo por olvidarme de mi mascarilla.

Apenas la puerta de salida se abrió en la parada del parque, fui la primera en salir del transporte a pesar de los reproches del resto de pasajeros. Ni me inmuté. Debía llegar lo más pronto posible...

Mientras tanto, una mirada dorada seguía mi camino hacia el hospital oculta entre las más profundas sombras...

La caída de ÍcaroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora