Ciega

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Oí unos lejanos pasos de varias personas seguida de una pesada respiración. No podía moverme ni abrir mis ojos pero mis sentidos estaban alerta a cualquier movimiento cercano.
Un leve "clic" resonó en mi tímpano como un zumbido seguido por el chirrido de la pesada puerta de metal.
Sentí algo que me rodeaba y me levantaba de mi yacimiento, mi visión comenzó a aclararse. Tres hombres me tomaban por los brazos y la cintura para ayudarme a mantenerme en pie. No pude reconocer ni sus rostros ni sus voces pues todo era una enorme mancha de leves colores y zumbidos irreconocibles.

Una cuarta sombra hacía señas desesperadas a quienes me sostenían mientras fuertes golpes resonaban a mis espaldas. Traté de girar para apreciar la proveniencia de aquel ruido pero me fue impedido por aquellos hombres que, apreciándolos más de cerca, llevaban mascarillas sobre su nariz y boca, todos ellos.
Un profundo bufido acallado sonó en eco por toda la habitación antes de que ellos me sacaran de allí. Todo era muy difuso, cada vez más denso y complicado.

—¡Llamen al doctor Belafonte! ¡Se ha descontrolado! —mis oídos volvieron a la normalidad cuando oí aquella voz a la perfección.

Por alguna razón, no podía emitir sonido alguno ni forzar a mis captores, seguía estúpidamente débil. Mis ojos aún estaban anublados impidiéndome contemplar la escena que se desarrollaba. Mi único sentido disponible era el oído el cual se había afinado ante la situación.

Mi boca aún poseía aquel sabor a sangre y mis manos eran fuertemente apretadas por aquellos hombres quienes caminaban por los pasillos arrastrándome hacia algún lugar en específico que yo desconocía.

Varios cuerpos cruzaron rápidamente por los pasillos. Usaban un uniforme oscuro a comparación con el personal que había en el edificio. No logré distinguir con claridad. Llevaban algo en las manos, mas no supe descifrar que era.
Maldiciones y gritos se oían por doquier como si le temieran a algo en particular. Hubiera deseado saber a qué se debía tanto escándalo.

—¡Rápido! ¡Traigan el sedante! —gritó alguien en la lejanía entre la oleada de personas en el lugar.

—¡Es una emergencia! —masculló esta vez una mujer mientras se abría paso por los pasillos. Pude diferenciarla por el largo cabello rubio que sobrevolaba tras su espalda.

Una figura desgarbada y enfermiza me observaba desde lejos. Tenía ropajes azules y cargaba un objeto largo en una mano. Lo que más me llamó la atención de aquel sujeto fueron los profundos ojos dorados que brillaban con fuerza entre el manchón irreconocible que era su rostro.

Avanzamos hasta dos enormes pesadas puertas de metal, supuse que se trataba del ascensor. No me equivoqué, las puertas se abrieron de par en par haciéndome entrar a la fuerza.
Ya dentro, una voz profunda parecida a la de Indiana Jones habló.
—¿Cómo logró entrar a la "zona amarilla"?

—Como podría yo saberlo, solo iba a hacer el chequeo del experimento como siempre —dijo el segundo hombre con una voz un tanto aterrada. ¿Acaso él dijo "experimento"? Aquello agudizó aún más mi oído.
—Esta chica estaba tirada en el suelo en un charco de sangre. Cuando "él" me vió entrar, enseguida se descontroló y forcejeó sus cadenas. Fue algo tan repentino.

La mirada del tercer hombre, quien aferraba con fuerza mi antebrazo izquierdo, se clavó en mí con fiereza, como si le diera repugnancia. Entonces habló y enseguida reconocí aquella voz. —Ella es la hija de la capitana Amanda. Se sometió al virus con el profesor y estaban a la espera de alguna reacción hacia éste. Belafonte estará complacido de saber que su experimento por fin está dando frutos.

Mi mente iba a explotar. "¡¿Qué están haciéndome?! ¿Mamá sabe de esto?" La angustia crecía a pasos agigantados mientras mis ciegos ojos apreciaban el borrón rojo de la alfombra bajo mis descalzos pies los cuales se confundían con la sangre reseca en ellos.

—Lo supuse. Aunque se ha demorado un poco esta vez —volvió a exclamar el primer hombre

—No es igual que otros experimentos —declaró Rick con seriedad mientras sonaba la campanita de la llegada del ascensor al piso indicado.

Caminamos un buen trecho de nuevo, esta vez ninguno de los tres hombres soltó palabra alguna y nadie cruzaba por los pasillos. El olor era diferente, mucho más intenso que el del piso anterior. Era una mezcla de azufre con ambientador barato, no muy agradable.

La sombra de un hombre alto de cabello canoso vestido de bata blanca y mascarilla se alzó ante los cuatro. A su espalda, dos hombres y una mujer de la misma vestimenta cargaban una especie de libreta entre sus manos. Reconocí el olor de la fuerte colonia del doctor Belafonte al acercarse a mí. Me tomó por la mejilla y apreció mi rostro, lástima que yo no podía hacer lo mismo con el suyo. Solo contemplé la difusa imagen con temor reflejado en mis facciones.

No identifiqué su reacción ni gesticulación, tampoco las de sus ayudantes.

—¿Lo hacemos una última vez, profesor? —dijo uno de los ayudantes mientras los otros dos asentían afirmando la pregunta.

Belafonte titubeó por un segundo y siguió contemplando mi rostro, como si tuviese algo en él. Luego me inspeccionó de pies a cabeza ante mi mirada muerta y carraspeó un poco.
—Puede que una última vez no haga daño. Hay que cerciorarnos de que todo marche de maravilla —apretó mis cachetes con una sonrisa sádica. —¿No es cierto primor?

Él ya sabía que yo no le podría contestar.

Fuí conducida a la habitación donde los cuatro de batas blancas emergieron. No podía emitir pelea alguna, era como si me estuviesen controlando. Una marioneta vieja con sus cuerdas enredadas, incapaz de moverse por su propia cuenta. Estaba a merced de aquellas personas quienes, en un principio no muy lejano, me inspiraban una absoluta confianza y tranquilidad. Me afirmaban que podría ayudar a los necesitados sometiéndome a este experimento con la epidemia más peligrosa que ha azotado a la raza humana.

Me recostaron en una cama y me inmovilizaron de manos y pies. Sin resistencia alguna, hice todo lo que me pidieron. No emitir queja luego de varios pinchazos en mis brazos y piernas. Privada de mi visión y mi voluntad, me convertí en el muñeco vudú de aquellos "doctores".

Un cosquilleo no muy agradable corrió por mi cerebro luego de un pinchazo en la zona baja de mi espalda, a la altura de mis vértebras lumbares. Esta vez sí emití un quejido de dolor. Luego estos se tornaron en alaridos espantosos al colocar violentos choques eléctricos a ambos lados de mi cabeza. Buscaban matarme, torturarme de la manera más inhumana posible.

Grité una y otra vez pero fue totalmente inútil. Nadie escucharía mis plegarias y vendría a salvarme.

Necesitaba alguien que me salve de las garras de mi propia especie.

"¡Déjenme ir! ¡¿Qué quieren hacer conmigo?! ¡Por favor! ¡Paren ya! ¡Duele! ¡Me revienta la cabeza! ¡Alguien, por favor, ayúdeme!" estas y más exclamaciones de dolor absoluto vociferaba en mi mente ante mi boca cerrada sin razón alguna. Solo era capaz de quejarme y gritar, ni una palabra era permitida.

Eres una imbécil —dijo de nuevo aquella voz líquida en mi cabeza.

Y entonces, el estrepitoso ruido de una alarma despertó el trance que llevaba. Por fin fui capaz de forcejear y mis sentidos volvieron. Todo se aclaró para mí.

La alarma me taladraba los oídos, hubiera querido cubrírmelos pero mis muñecas estaban atadas con gruesos cinturones de cuero a los lados de aquella extraña mesa. Lucca Belafonte retrocedió varios pasos ante la cacofonía. Todos sus ayudantes buscaron sus comunicadores para enterarse de lo que sucedía. Todos menos aquella mujer.

Disparos estallaron a lo lejos. Cortos y veloces, gritos de agonía los acompañaron.

—¡¿Qué diablos sucede allá abajo?! —masculló Belafonte sacándose la mascarilla vociferando malas palabras y agarrando un revólver situado en una pequeña mesita al lado de la puerta de salida—. ¡Vamos rápido! ¡Tenemos que descubrir que sucede! —fue seguido por los dos hombres también armados y salieron por la puerta a enterarse del estruendo.

Allí, parada en una esquina, yacía la mujer aún con la mascarilla sobre su rostro. Su mirada era dura como una roca, inexpresiva. Se encontró con la mía y casi me da un vuelco apreciarla.

—¿Por qué...? Mamá...

La caída de ÍcaroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora