Capítulo V - Encuentro inesperado (Parte 1)

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Y despertó, pero mantuvo sus ojos cerrados. Tenía miedo de abrirlos y encontrar a Victoria en el lugar de Barbara, pero tarde o temprano tenía que comenzar su día. Se sintió aliviado y dejó salir un suspiro al ver que su amante seguía allí, dormida con una sonrisa angelical. No quiso despertarla, por lo que se vistió en completo silencio y, luego de besarla en la mejilla cuidando no hacer movimientos bruscos, partió hacia su casa.

Comenzó a conducir, tratando de olvidar la noche anterior, pero todo esfuerzo era en vano. Victoria y Barbara luchaban en sus pensamientos tratando de ganarse su amor. Una lucha sin sentido, perdida desde la vez que conoció a su jefa. Cada vez que quería imaginarse el rostro de su amante, aparecía el de Victoria. «Todo es como ella dijo. Es mi carga, mi pecado. ¿Cómo debo hacer, Victoria, para que puedas perdonarme?».

"—Yo no puedo perdonarte. Tú eres el que debe perdonarse a sí mismo".

A su lado, en el asiento del acompañante, estaba Victoria mostrando un semblante serio, una expresión que quizás hubiese puesto al ejercer su profesión. Pero no importaba cómo se veía Victoria, el corazón de Ignacio siempre daba un salto al verla, y eso le dolía, pues no sucedía lo mismo con Bárbara. Se había dado cuenta de eso cuando sintió que las relaciones sexuales habían sido mucho más intensas con Victoria en su lugar, aunque no estaba muy seguro aún de lo que había ocurrido en ese momento. Trató de ignorarla, de borrarla de su mente de cualquier forma. Pensaba en sus antiguos jefes, en el maltrato de su ex mujer, en las peleas con su familia; todo para olvidarla. Pero no pudo.

Al llegar a un comercio, estando a solo unas cuantas cuadras de su casa, decidió comprar alguna bebida. Había pensado que quizás un poco de alcohol podría aclarar su mente. Encontró un pequeño mercado, detuvo su marcha y, luego de tomar una bocanada de aire, bajó del auto dispuesto a ingresar. Ya en el interior del local, Ignacio recorrió durante varios minutos la sección de vinos, mirando las etiquetas de cada uno. Cabernet... Merlot... Malbec... Sí, un Malbec igual al que bebió en cita que había tenido junto a Bárbara fue su elección. Cargó dos botellas en un canastito que había tomado al ingresar y caminó hasta el mostrador, en donde se encontraba el joven cajero haciendo algunas anotaciones en una pequeña libreta. En su chaleco color azul se podía leer un nombre: Leopoldo. Ignacio colocó las botellas en el mostrador y Leopoldo no tardó en sumar su valor, dejando la pequeña libreta a un lado.

Sin embargo, Ignacio había notado algo raro en el rostro de ese joven. Lo conocía, lo había visto en algún lado, estaba seguro. Pagó entonces el vino y sin quitarle la mirada de los ojos recibió el cambio.

—Muchas gracias —dijo el joven cajero.

Ignacio guardó el dinero, pero no dejó de mirar los pequeños y vívidos ojos negros del joven a los cuales estaba más que seguro de haberlos visto antes. Había visto ese rostro, lo conocía, pero no podía recordarlo con claridad.

—¿Señor? —dijo el cajero, confundido.

—Ah, disculpe. Divagaba en mis pensamientos —respondió Ignacio.

Y su mente, casi sin querer, obligó a Ignacio a recordar, y al recordar pudo darse cuenta de la verdad. Ignacio reconoció esos ojos, ese rostro. Ese mismo rostro pertenecía a uno de los dos hombres que sometió a Victoria. Estaba más que seguro de que estaba en lo correcto, y con cada segundo que pasaba se convencía aún más. «Eres tú», dijo en sus adentros. Junto al recuerdo de ese rostro, el recuerdo de toda aquella escena vino a su mente. Esas remembranzas le generaban miles de alternativas de lo que podría pasar en ese momento en el local. Se veía golpeando al joven, obligándole a pedir perdón, lo veía llorando y hasta se veía siendo atacado por él. Tratando de enfriar su cabeza, decidió salir del lugar.

El corto trayecto desde el local hasta su automóvil parecía ser eterno. Su corazón latía de manera muy acelerada y la adrenalina recorría todo su cuerpo, haciendo temblar sus extremidades casi sin control. Luchaba consigo mismo por no volver al local. Trataba de calmarse, pero los ojos del cajero estaban plasmados en su mente. La idea de que esos ojos sucios hayan visto los últimos momentos de Victoria lo llenaba de ira. Ojos pecadores, cómplices, asesinos. «Ojos que no merecían ni siquiera verla desde lejos». Y casi sin darse cuenta, llegó a su auto. Al sentarse, dejó salir un gran suspiro, liberándose un poco del estrés que lo agobiaba. Necesitaba algo para calmarse. Necesitaba gritar, golpear. Entonces de la pequeña bolsa de plástico sacó una de las botellas de vino, buscó un destornillador en la guantera de su auto, y hundió el corcho. Sin pensarlo, bebió de la botella como si de alguien muy sediento se tratara y luego, mientras tragaba, escuchó la voz de Victoria.

"—No deberías beber aquí".

Ignacio ignoró a Victoria y puso sus manos en su frente, acompañando el movimiento de su cabeza hacia atrás. Estaba lamentándose, puesto que no sabía cómo debía actuar, pero estaba seguro de que algo debía hacer. ¿Debería hablarle? ¿Pegarle? ¿Debería matarlo?

"—Vamos, olvídate de ese joven. Vive tu vida".

—No puedo olvidarme de ese joven. ¿Acaso no puedes ver mi estado? ¿Acaso no te das cuenta de que las manos de ese tipo seguro provocaron tu muerte? Además, quién sabe qué sucederá. —Ignacio hablaba con frialdad—. Si el tipo me reconoce seguro va a salir a buscarme para no dejar cabos sueltos. No creo que una persona como ésa lleve una vida tranquila después de haber hecho lo que te ha hecho. Lo más probable es que todavía se dedique a abusar de mujeres, y estoy seguro de que ese empleo es una fachada para ocultar sus vicios nocturnos. Ya sabes que abusan de muchas mujeres en toda esta ciudad y lo más probable es que estas personas hayan estado involucradas en algún que otro caso.

"—¿Por qué no llamas a la policía entonces?".

—¿Y esperar a que actúen? —Ignacio resopló—. Los tipos pasaron cuatro años libres viviendo en la impunidad. Quién sabe cuántas personas caigan víctimas de sus manos hasta que la policía haga algo.

Victoria suspiró, derrotada, como sabiendo que no iba a poder convencer a Ignacio. Los dos, entonces, volvieron sus miradas hacia el comercio, el cual vigilaron por el transcurso de dos horas, y en esas dos horas, el flujo de gente que entraba al local iba en aumento, hasta que algo llamó su atención.

—Allí está —dijo Ignacio, sintiendo una mezcla de alegría y furia.

Desde el comercio salía Leopoldo, el empleado, cargando una mochila y mirando por unos segundos su teléfono celular. Ignacio lo siguió con su mirada hasta que sintió que estaba a una distancia prudente como para seguirlo sin levantar sospechas. Entonces puso su auto en marcha y, a baja velocidad, comenzó a avanzar. «Dame suerte, Victoria», pensó, pero ella ya no estaba junto a él. 

—Lo más probable es que viva por aquí cerca o no se iría caminando —dijo Ignacio, como esperando a que alguien le responda.

Ignacio siguió al joven empleado quien giro en una de las calles.

—Todo saldrá a pedir de boca. —Ignacio, entonces, sonrió.

Leopoldo caminó unos metros más hasta detenerse en una humilde pero vistosa casita blanca con un techo a dos aguas cubierto por tejas algo viejas y con un tono algo verde debido al paso del tiempo y a la humedad. Allí golpeó la puerta y esperó solo unos segundos. Desde el interior de aquella casa, el cajero fue recibido por una hermosa jovencita de cabello rizado y negro, quien con un gran beso le dio la bienvenida. Luego, los dos, abrazados, ingresaron a la casa.

—Te tengo.

Los tristes ojos de VictoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora