El viernes pasó lento y con mucho trabajo pero al fin llegó el momento deseado por todos: el inicio del fin de semana. Paula se fue puntual como siempre, ni un minuto antes pero tampoco ni un minuto después. Hoy no tenía las niñas separadas, las tenía a las dos en casa de sus padres y, cuando llegó a recogerlas, las encontró a las dos cenando y con el pijama puesto.
—Mamá, mamá, queremos quedarnos las dos a dormir aquí ¿Nos dejas? Va, porfi, tenemos todo el fin de semana para vernos. Deja que nos quedemos esta noche, nos portaremos bien.
—Yo no soy la que tiene la última palabra, pequeñas liantas de caras dulces, vuestros abuelos son los que tienen que decir si podéis o no podéis quedaros.
—Claro que pueden quedarse, no hay problema, Paula. Ve y descansa, mañana ya vendrás a recogerlas cuando quieras. Ya sabes que aquí no se aburren.
—Está bien, os quedáis, pero no quiero peleas, ni malas contestaciones, ni nada de esas cosas que vosotras ya sabéis de sobras que no están bien ¿Entendido?
—Sí, mamá. Seremos unos angelitos.
—Más os vale si queréis repetir otro día.
Paula le dio un beso enorme y un abrazo amoroso a sus hijitas y se volvió a ir tal y como había llegado: sola.
—Natalia, ¿qué estás haciendo?
—¡Hola, Paula! Qué sorpresa que tú me llames a estas horas ¿Ha pasado algo?, ¿las niñas están bien?
—Tranquila, está todo bien, sólo es que mis propias hijas me han dado plantón. He ido a buscarlas y ellas ya se habían montado una noche de viernes sin su madre.
—Ve acostumbrándote, nena. La vida es así.
—¿Qué te parecería pasarnos por el local nuevo que inauguran hoy? Creo que puede ser un buen plan.
—Lo raro es que seas tú la que lo propone, Paula. No podemos dejar pasar esta oportunidad. Ahora mismo llamo a las demás. Esta noche que tiemble la ciudad: ¡salida de chicas!
En menos de dos horas fue a casa, cenó algo ligero, se duchó, sacó del fondo del armario ese vestido corto que siempre la saca de cualquier apuro, se pintó un poquito para disimular el cansancio acumulado de toda la semana y se perfumó con su colonia, la de siempre, con toque a cítricos, muy de ella, un poco ácida.
Cuando entró al piso de Natalia las demás ya estaban allí. Marian, Rocío y Leyre la recibieron con vítores y silbidos, subiendo así la autoestima de Paula. Le acercaron un quinto de cerveza bien frío y las cinco amigas chocaron los botellines en señal de triunfo. Y es que lo era, pues hacía un siglo que no se habían reunido para una salidita así.
—Bueno, ¿nos vamos, o qué? Chicas, necesito quemar malas vibraciones, demasiadas emociones fuertes en pocos días.
—Tranquila, Paula, con ese vestido seguro que te sale algún voluntario para hacerte olvidar lo que tú quieras. Vamos, tengo el coche aquí mismo aparcado. Luego os traigo hasta aquí, ya sabéis que yo no suelo beber.
—Pues venga, vamos, seguro que hacen algo especial por la inauguración del local de singles, y tengo invitaciones.
Las chicas se dirigieron al centro de la ciudad y decidieron aparcar el coche de Leyre en el parking, para evitar problemas y dar vueltas buscando sitio.
Cuando estaban llegando vieron la gran cola que se había formado y empezaron a dudar si había sido una buena idea ir allí. De repente, un portero se acercó a ellas y les preguntó si tenían invitaciones. Paula buscó en su pequeño bolso y se las mostró. El hombre les hizo una seña para que lo siguieran y pasaran detrás de él.