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Kayssa acarició con el pulgar su cristal, transparente e inerte y, por un momento, sintió el deseo de arrojarlo por el precipicio que se abría frente a ella. Suspiró y se lo metió por debajo de la camisa. Creía que el contacto directo con la piel le ayudaría a despertar.

Miró hacia la laguna. Desde la enorme roca en la que estaba sentada tenía una vista aérea perfecta de la cascada y del espeso bosque, fruto de las prácticas de los nuevos Vitalistas, que la rodeaba. Había caminos estrechos que lo cruzaban y permitían llegar hasta el agua, y Kayssa los conocía. Meiren, su hermano, había hecho crecer su primer árbol allí y luego la había llevado hasta él para enseñárselo, y además había pasado la mayor parte del último verano entre flores carnosas de colores y arbustos verde brillante con él y con Yasani. En otras circunstancias probablemente habría paseado por los senderos o se habría bañado bajo la cascada, pero desde hacía unos días lo único que le preocupaba era el color de su cristal. O, más bien, la falta de este.

Solo quedaban un par de semanas para su decimoséptimo cumpleaños. Era cierto que no había ninguna fecha exacta en la que los cristales debieran comenzar a brillar, aunque, descontando un puñado de excepciones, lo común era que se encendieran entre los trece y los quince años. Lo que sí era seguro era que nadie había superado nunca esa edad sin una rama asignada. Kayssa se había obsesionado con la idea de que hasta el día de su cumpleaños todavía había tiempo para que su cristal tardío reaccionase, y se aferraba a ella con la misma fuerza que al cordel de donde pendía.

El estómago le rugió y la distrajo. Ya habían pasado varias horas desde la última vez que había comido algo, y, además, era probable que la necesitaran en el huerto. Se puso en pie, se estiró con pereza y descendió con cuidado de la roca. Tomó el sendero de vuelta a la ciudad y tras caminar varios minutos divisó de nuevo los edificios de Etrea. Aceleró el paso, pero entonces se cruzó en el camino con una figura familiar.

—¡Cuidado con... !

La advertencia llegó tarde. Kayssa pisó sin querer a Mizzi, la pequeña muñeca de trapo que acompañaba a Yasani a todos lados.

—Perdona, Mizzi. No te había visto —se disculpó Kayssa.

La muñeca se sacudió su vestido de tela rojo con aire indignado, puso los brazos en jarras y adoptó una expresión ofendida. Sin embargo, la carita le cambió enseguida y mostró una sonrisa al tiempo que saludaba con la mano. El pelo, compuesto por varias hebras de lana marrón recogidas en una coleta similar a la de Yasani, se le sacudió con gracia.

—Hola. —Kayssa le devolvió el saludo y la sonrisa. Le maravillaba que un trozo de tela pudiera moverse y reaccionar igual que lo hacía ella.

—¡Hola! —saludó Yasani con entusiasmo—. ¿Vienes del bosque?

—He estado en la Roca del Cielo.

—Yo iba para allá. Tengo que reunirme con el maestro Ogge y otros Vitalistas. Ahora que ya puedo dar vida a objetos inanimados —señaló a Mizzi— es hora de dar un paso más. ¡Vamos a aprender a sanar! Es increíble, ¿no te parece?

—Fascinante —comentó Kayssa sin entusiasmo.

—Oh... Lo siento, Kay. No quería...

—Da igual —cortó con cierta brusquedad.

Kayssa dirigió una mirada que contenía una pizca de envidia a la luz verde que resplandecía bajo el vestido de Yasani. Hacía ya casi tres años que el cristal le había revelado su rama.

—No te preocupes. Tarde o temprano tu cristal acabará brillando. ¡No vas a ser la primera en el mundo a la que le pase algo así! No eres tan importante —dijo Yasani divertida.

Los colores de ValasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora