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Después de una semana Kayssa empezó a aburrirse. Yasani pasaba mucho tiempo en el bosque, entrenando con el maestro Ogge y los demás o por su cuenta, por lo que apenas la veía. Meiren solía acompañar al maestro y a los nuevos pupilos como Vitalista veterano, así que además tenía que hacerse cargo del huerto ella sola. Una tarde se encontraba regando las verduras con una mano en la frente para protegerse del sol. Masculló disgustada un par de veces, tentada de abandonar a las zanahorias y a los nabos a su suerte. Había desperdiciado allí toda la mañana en una tarea que a Meiren le habría llevado apenas unos minutos. Él no solo habría regado todo el campo con sus manos, sino que además habría hecho crecer al tiempo los cultivos. Aquello le hizo pensar que si, finalmente, su cristal permanecía apagado y no se convertía en principiante de ninguna de las ramas no tenía ni idea de a qué podría dedicarse. Había dejado de ir a clase a los dieciséis, porque unos tres años atrás había quedado claro que nadie sabía qué hacer con ella, y sin magia ni habilidades no resultaba útil para nada en especial. Terminó con las verduras y, antes de empezar con los frutales, decidió pasarse por la biblioteca y buscar algún libro que aún no hubiera leído sobre los cristales. Sin embargo, su plan se interrumpió antes de alcanzar el edificio.

Alzer se acercaba a Etrea por uno de los caminos empedrados, pero Kayssa se quedó clavada en el sitio. Un lobo gigantesco, de pelaje resplandeciente de color arena y con las patas manchadas de barro caminaba junto a él. El lomo del animal le pasaba del pecho, y eso que Alzer siempre había sido alto. En cuanto vio a Kayssa la saludó con la mano y se dirigió con la bestia hacia ella. 

—No te preocupes, no hay ningún peligro —la tranquilizó Alzer—. Relájate.

Kayssa se debatió entre salir corriendo o alejarse poco a poco. Observó con extrema cautela al lobo y este le devolvió una mirada curiosa a través de sus ojos ámbares y salvajes.

—De verdad que no hay peligro —repitió Alzer—. Ella es la primera con la que he conseguido conectar de verdad.

Le acarició la enorme cabeza a la bestia con un gesto decidido y gentil que hizo oscilar el brazalete donde llevaba engarzado el cristal dorado.

—¿Ella? —preguntó Kayssa.

—Sí, es hembra. Hasta ahora solo había conseguido que los animales sintieran curiosidad por mí, o, como mucho, que permanecieran conmigo unos minutos. Pero con ella ha sido distinto. Es al fin el vínculo de los Domadores.

—Me alegro mucho, Alzer. ¿Cómo se llama?

—No tiene nombre. No es mía, no es de mi propiedad. Me sigue y me respeta, y sabe que yo hago lo mismo porque estamos compartiendo el vínculo, pero es totalmente libre. Puede hacer lo que le plazca, y por eso mismo el vínculo es tan especial. Está conmigo porque quiere. Está aquí y me obedece porque es lo que desea.

Kayssa entendió las palabras de Alzer, aunque supo que a menos que fuera una Domadora nunca lograría comprender todo lo que el vínculo implicaba.

—Vaya, no tenía ni idea. ¿Funciona así con todos los animales?

—Sí.

—Entonces... ¿Es como hablar con ellos? 

Alzer rió.

—Va mucho más allá de eso.

De pronto a Kayssa se le ocurrió algo.

—¿Los escudos permiten esto? —preguntó señalándole a él y a su imponente acompañante. 

—Sí. Una vez establecido el vínculo, el animal no hará nada que pueda perjudicar al Domador.

Kayssa asintió.

—Me voy. Quiere volver al bosque y correr un rato —explicó Alzer mirando a la loba—. Y, la verdad, yo también. Puede que encuentre otras criaturas con las que vincularme...

—Igual te encuentras con Yasani. Se pasa casi todo el día allí, practicando.

—No voy a ese bosque, sino al del oeste. Es más cerrado todavía que el de la laguna y hay más animales allí.

—Oh, pues buena suerte.

—Gracias —contestó Alzer mostrando una sonrisa que pocos conocían.

Le observó mientras se alejaba junto a la loba. Su aspecto huraño, su estatura y sus escasas habilidades sociales ya se encargaban, en condiciones normales, de alejar a la gente de él, y caminar con un lobo de casi dos metros al lado no mejoraba la situación. Había cambiado mucho desde que lo conoció aquel día en que, de pequeña, acompañó a su madre a vender frutas y verduras entre los vecinos, aunque seguía llevando el mismo pelo rubio largo y mal recogido. Sus facciones angulosas le conferían un aire salvaje que encajaba bien con su rama, y el tiempo pasado al aire libre le había otorgado una complexión robusta con la que aparentar más edad de la que en realidad tenía. 

Kayssa continuó el camino hacia la biblioteca, pensativa, y cuando al fin se encontró frente a las puertas cambió de pronto de idea. Ya había leído todo lo que había allí acerca de los cristales. El bibliotecario, un Metamorfo viejo y arrugado, le había entregado cualquier tomo que pensaba que podría serle de utilidad, aunque aparte de un par de curiosidades no había descubierto nada que no hubiera estudiado antes. Lo único que podía hacer era volver a repasar la información que ya conocía, y le pareció una pérdida de tiempo. Después de todo, solo quedaban unos días para averiguar qué ocurriría.

La noche anterior a su cumpleaños ayudó a sus padres, Garman e Iroa y a Meiren a retirar las raíces de las hortalizas llenas de tierra que descansaban en un cesto. Les habló de Alzer y su vínculo con la loba y advirtió que durante la cena su familia parecía haberse puesto de acuerdo para evitar mencionar el cristal, lo cual, por supuesto, solo consiguió que Kayssa pensara en él.

—No te acuestes tarde o no descansarás nada —dijo Iroa cuando terminaron de recoger la mesa. 

—De todas formas no descansaré nada, mamá. Buenas noches —deseó antes de perderse escaleras arriba.

Kayssa se cambió de ropa, apartó la silla del escritorio despejado y se sentó. Se quitó el cristal del cuello y lo balanceó frente a ella.

—Más te vale encenderte mañana —murmuró en tono de advertencia. Luego cogió aire y lo soltó despacio antes de meterse en la cama.

Repitió las inspiraciones y las espiraciones, pero no la calmaron. El corazón le latía rápido, y su mente funcionaba más deprisa aún. Se preguntaba qué color era el que realmente quería para ella, y se visualizó a sí misma vistiendo las ropas de todas las ramas. Se preguntaba cómo se sentiría al hacer magia, al empuñar una espada o al transformar su cuerpo. Se abrió ante ella todo un abanico de caminos a seguir, y al final el sueño la sorprendió recorriéndolos en silencio. Cuando al fin se durmió, lo hizo convencida de que cuando despertara por la mañana su cristal se habría teñido de algún color.










Los colores de ValasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora