8

114 7 2
                                    

Visitó el resto de las torres solo por estar segura de que lo había intentado, pues empezaba a cansarse de que en todas se repitieran las mismas contestaciones sin apenas variación. La mejor pista que tenía por el momento era Vidrel, y aunque temía el encuentro con él, en el fondo sentía burbujear la emoción. 

Cuando terminó de hablar con todos los maestros se reunió con Alzer y Yasani. Aún quedaban quince minutos para la hora que habían acordado con Siela, así que Yasani arrastró a Kayssa a la tienda de artilugios que la había fascinado y se la mostró.

—¿Has visto? —preguntó Yasani emocionada—. Cuando tengas tu rama montaremos nuestro propio negocio. ¡Uno como este!

—¿Y si no soy Alquimista? —preguntó Kayssa—. ¿Y si... nunca tengo rama?

—Ya verás cómo ese hombre nos ayuda.

—Deberíamos ir ya, por cierto —avisó Alzer.

—¿Ya echas de menos a la maestra?

—¡Por los Sabios, Yasani! Mira que eres pesada...

Yasani se echó a reír.

—Alzer tiene razón. Vamos a la puerta norte —dijo Kayssa impaciente.

Atravesar la ciudad les llevó más tiempo de lo que habían calculado. Siela les esperaba ya allí, aunque no hizo ningún comentario respecto al retraso. Llevaba en las manos un lienzo redondo en el que había bordadas flores con hilos de colores. Les saludó con la mano y les guio por un camino de tierra que se adentraba en una pradera en la que antaño se había levantado un bosque.

—¿Qué fue de los animales cuando desapareció el bosque? —preguntó Alzer sin mirar a Siela directamente.

—Algunos murieron —contestó Siela apenada—. Otros se marcharon, no sé a dónde.

Se detuvieron frente a una cabaña que rozaba el límite de lo que se consideraba tolerable en una edificación para habitarla. Algunas de las ventanas estaban tapiadas y otras colgaban de las bisagras en ángulos imposibles. Las paredes tenían manchas de humedad y habían sufrido el mismo abandono que el jardincillo medio marchito que se extendía por la parte de atrás. Siela llamó con suavidad a la puerta y nombró a su inquilino.

Del interior de la cabaña asomó un hombre que rondaba los sesenta, consumido y con el mismo aspecto de dejadez que presentaba su vivienda. El pelo, cortado de manera irregular, le cubría parte de la cara, pero no conseguía ocultar la mirada vacía que no brillaba en ella. Miró a los recién llegados y se detuvo en Kayssa.

—¡No es suficiente! —exclamó de pronto el hombre.

Tenía los ojos grises desorbitados y fijos en el falso cristal verde. 

—¿Cómo dice? —preguntó Kayssa confundida.

—¡Eso no servirá! ¡No te protegerá!

—Cálmate, Vidrel —tranquilizó Siela—. Mira, te he hecho esto —dijo alzando el lienzo redondo.

Vidrel la ignoró y siguió con la vista fija en Kayssa, que tragó saliva.

—¿Se refiere a esto? —preguntó Kayssa mostrándole el cristal verde—. ¿Protegerme de qué?

El hombre contuvo la respiración durante unos segundos y entonces se desinfló de golpe. Los hombros se le vencieron hacia adelante, se llevó las manos a la cara y empezó a gimotear.

—Se lo llevaron... —murmuró desde detrás de los dedos.

—Venga, vamos dentro. —Siela le tomó de un brazo y le hizo pasar al oscuro interior.

Los colores de ValasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora