CAP 9. BRUNO, LA SECTA Y EL PARAJE ROSADO

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Y mientras el sol se ocultaba en el horizonte, su vida se extinguía con desesperación, en un acto cruel de súplica y dolor en manos ajenas, impuras y llenas de maldad; la luna, que iba asomando su brillo, era testigo de aquellos hechos imperdonables, empapados de sangre, terror y crueldad extrema.

Las siguientes noches no hubo luna, solo estrellas, ni siquiera se asomó; y cuando salió, no sonrió en algún tiempo. Su brillo no era intenso y se la veía alejada, más alejada de lo normal, e incluso roja; roja de impotencia, enojo y tristeza; roja en tono suave, pero agudamente juzgando aquel cielo que, sin nubes, dejó al descubierto el homicidio de ese chico de ojos grandes y negros, pestañas largas y mentón afilado, de fuerte expresión en su rostro que gritaba tristeza... el chico de nombre Bruno...

Aquella noche en la que Pablo huyó de la habitación en donde todo inició con los hermanos Colvin, Bruno no corrió con la misma suerte, pues al intentar escapar fue interceptado por el traidor de Daniel Catalán, quien lo entregó nuevamente a los líderes de la fraternidad, pero ellos no lo llevaron a la casa de fachada armoniosa que representaba a su hermandad, ubicada también a unas cuadras del campus, sino a un templo secreto del que solo fieles seguidores de esa fraternidad, y también secta, tenían conocimiento, y el que solo utilizaban en aquellas ocasiones en que era necesario y obligación acudir a un ritual de adoración y agradecimiento al que consideraban su Dios —el Dios de los caídos— a través de una ceremonia que exigía el sacrificio de un ser acusado y señalado injustamente por la errónea idea de un pecado o delito no cometido.

Este ritual era considerado el más fuerte y puro en sectas de este tipo, pues la víctima, después de haber sufrido maltrato físico y emocional, en el último suspiro dejaba al descubierto su inocencia reflejada a través de sus ojos y entregaba su alma al ser supremo, la cual era arrebatada en ese justo momento para quedar en manos de aquel al que adoraban. El Dios de los caídos otorgaría grandes recompensas sobre la tierra a quienes, bañados por la sangre de la ofrenda, entregaban también su alma a cambio de tiempo, riqueza, influencia, protección y poder, para seguir sirviendo, entrenando y reclutando a nuevos fieles sirvientes que mantuvieran intacto y a salvo ese ritual de adoración durante cada año, hasta juntar las almas requeridas y liberar al mal retenido.

Bruno Giesler era el típico chico de apariencia tranquila, solitario y deprimido. Su cabello solía cubrir la mayor parte de su cara, y su extrema delgadez denotaba a un chico descuidado completamente; y aunque ciertamente ese era el menor de sus problemas, su gran condena apareció aquel día en que, como muchos, llamado por la tentación, intentó ser parte de aquella fraternidad que, al ponerlo a prueba, lo mostró débil para ser el blanco perfecto de un acto atroz... En realidad, Bruno siempre había sido un chico fantasma; pocos sabían de él, pero esos pocos lo habían conocido tan bien como para asegurar que sus pensamientos negativos siempre habían estado ligados a llamados de auxilio, a fuertes señales que hacían creer que no quería vivir más en este mísero mundo en el que nadie, a pesar de saber que algo andaba mal con él, había hecho absolutamente nada para ayudarlo.

Daban casi las once de la noche. El lugar al que llamaban «templo» finalmente se llenó de aquellas personas que, gobernadas por un mal indescriptible, esperaban atentas para que se llevara a cabo el ritual que sería guiado por el sumo gran sacerdote y líder, Michael Galageta.

Bruno, sin oponer resistencia, fue colocado por los hermanos Colvin sobre una gran cama de piedra en el centro de un pentagrama invertido, creado con tinta negra. Los dos hermanos, por primera vez, presenciarían un sacrificio humano como bautizo de bienvenida a la secta más importante, respetada e imponente en el mundo de los cultos satánicos. Se los veía aterrados, pero con cierto placer en sus miradas y una aterradora locura desbordada por sus ojos al mirar extasiados a todos los presentes, que vestían con túnicas negras y portaban una capucha que cubría sus rostros al igual que ellos...

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