Parte II

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Sin saber cómo ocurrió exactamente, Ana terminó entrando a su cuarto acompañada de Tomás. Se sentaron juntos en la cama y recargaron sus espaldas en la muralla, apoyando ella finalmente su cabeza en el hombro de él. Le gustaba su olor por algún motivo, el tenerlo al lado, cosa que jamás ocurría con otros chicos. Ni siquiera hablaron. Al cabo de un tiempo estaban recostados en la cama, y Ana estaba casi dormida cuando sintió los brazos de él rodearla todavía más, pegándola a su cuerpo, sintiendo su respiración en su cabello.

—No sabes cuánto te he extrañado —le oyó murmurar aunque, habiéndole visto la piel de color azul anteriormente y estando ahora casi dormida, no podía asegurarlo.

La mañana siguiente se despertó sola en la cama, no obstante, bastaron unos segundos para que escuchara ruidos cerca y aquel cuerpo que echaba en falta volviera a recostarse a su lado. Tenía los párpados separados cuando él apoyó la cabeza en la almohada, así que vio de inmediato la curvatura de sus labios en cuanto se dio cuenta de que estaba despierta.

—¿Cómo dormiste? —le preguntó él.

—Bien, gracias por preguntar. —A pesar de todo, quería seguir durmiendo con él a su lado.

—Me alegro. —El muchacho volvió a sonreír. Pasó su mano por el cabello que le caía en el rostro, apartándolo y dejándolo tras su oreja izquierda, aquella que tenía cinco perforaciones—. Todavía las conservas, qué bueno.

—¿De qué hablas? —atinó a cuestionar ella, ahora segura de que él estaba hablando.

—De que es tiempo de que volvamos, Ánie.

—¿Ánie? —Ana se levantó de pronto, confundida—. ¿Por qué me hablas y me dices Ánie?

Ahora era él quien lucía confundido.

—Ánie es tu nombre.

—Mi nombre es Ana —obvió ella—. ¿Cuál era el tuyo?

—¿El que usé aquí? Tomás. ¿El real? Gwindor. —Se acercó a ella, a sabiendas de que no se alejaría—. Sé que por algún motivo tu mente no me recuerda, y planeo averiguarlo, pero debes reconocerme, soy yo, Gwindor. —Tocó su mejilla—. Tu cuerpo me recuerda, lo sabes.

El tacto de su mano en su piel era cálido, agradable y embriagador, igual que su aroma. No recuerda haberse sentido así antes, parecía tener una especie de barrera con cada otro ser humano del sexo opuesto. Pero todo era demasiado extraño, ella no lo conocía de antes, y ¿qué clase de nombres eran Gwindor y Ánie?

—Esto —dice él, apartando el cabello de su hombro izquierdo, tocando las perforaciones con el pulgar— es la mayor prueba, todavía los conservas, y no han cambiado porque no estábamos juntos, y porque no estás en casa.

—Tengo una casa —se defiende ella—, y deja de tocar mis aros, son especiales.

—¿Por qué?

—Los tengo desde hace años. Alguien me los regaló.

—¿Quién?

Ana iba a contestar pero se ha quedado en blanco. Cuando admitió que no lo recordaba, él sonrió como venía haciéndolo desde hace rato, y le dijo que aquello era obvio, pues como no lo recordaba a él, no recordaba que él se los había regalado.

—Estás definitivamente loco. —Se dirigió a la puerta de su habitación y la abrió—. Vete.

—Tú no quieres que me vaya.

—Sí, por algo te digo que te vayas. —Suspiró cansada, e insistió con un gesto hacia el pasillo.

Tomás, o Gwindor, caminó en dirección a la puerta, no obstante, se detuvo junto a ella y se acercó a su oído derecho.

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