#1: Carta Busca Amigos

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«Peor que decir una mentira, es pasar toda la vida apegado a la mentira».

-Robert Broult

#1: Carta Busca Amigos

Los rumores de que yo, una chica perteneciente al grupo de los nadie, había tenido una relación secreta de dos años y medio con uno de los chicos más guapos y populares del colegio corrían por los pasillos en imprudentes susurros y miradas de reojo cuando caminaba sola dirigiéndome a alguna clase o a la hora de descanso. Aunque negué cada una de las acusaciones hasta parecer un disco rayado, no fue necesario mucho esfuerzo de mi parte, porque, después de todo, yo no era mucho más que una de las treinta chicas invisibles que asistían al mismo curso, es decir, insignificante a los ojos de tipos como él.

Sin embargo, un obstáculo se entrometió en el camino de mis mentiras: Mirta, mi amiga más cercana, conocedora de cada una de mis mañas y defectos. Supe que, si continuaba mintiéndole indiscriminadamente, los pilares de nuestra amistad de 12 años serían insuficientes. Pero, luego de que pasaran las semanas y los rumores alrededor de mí se aplacaran, ya no había vuelta atrás; estaba hasta el cuello con mis propias invenciones e historias fantasiosas para cubrir la realidad incipiente que se colaba muchas veces en nuestras conversaciones matutinas en las que, sin opciones, insistía en el plan de mantener el gran secreto.

¿Explicarle que fui novia de Domingo Cuervo, el líder de una larga familia de tipos adinerados y preciosos, durante años? ¿Cómo? Así que insistí; la mentira me consumió y, pronto, consumiría todo lo que tanto me había costado cosechar.

Con la única intensión de callar las insistentes afirmaciones con las que alegaba ser inocente, terminó por decir un forzado y horrible «te creo» que me decía que había cruzado la línea límite de su paciencia; sin embargo, cuando se trataba de proteger mi pellejo con una mentira, no existía nada que pudiese detenerme en el camino a la propia extinción. Luego de un rato, el tema quedó olvidado como la mayoría de los rumores que surgían en el colegio; al igual que el chispazo del primer enamoramiento, se esfumó rápido, y yo fui libre de las miradas y del alboroto. Mirta y yo éramos una vez más las mejores amigas, las que no se guardaban secretos entre sí, hasta que una bomba, latente desde hacía mucho tiempo, estalló entre la falsa perfección.

Era una época confusa y extraña. Acabábamos de empezar el último año de bachillerato, nos sentíamos poderosas y casi adultas; el tiempo pasaba entre risas y disfrute, ya que estábamos conscientes de que era necesario sobrevivir de la manera más amena posible antes de lanzarnos de lleno al infierno que sería el asunto de la universidad. Nos complementaban dos chicos que eran parte esencial de nuestro grupo de amistad: Yose, un muchacho lleno de granos que tenía un sentido del humor un poco anticuado, y Alejandra, una de las féminas más sensuales del liceo que se pintaba el cabello de rubio para hacer su papel de abeja reina a la perfección, pero cuyo aliento a cigarrillos y cara pálida de muerte espantaba a cualquiera que se le ocurriera acercarse. Los cuatro nos conocíamos desde hacía muchísimos años, incluso antes de entrar a la adolescencia, y estábamos al tanto de cada parte del otro en una espeluznante simpatía de película romántica, pero, las personas —sean sinceras, altruistas y de penas invisibles— siempre guardan secretos, incluyéndonos.

Algunos secretos pesan como cadenas en la espalda o armaduras de hierro forjado; otros sólo son un ligero velo apenas notable, casi inexistente, sobre la piel de los hombros. A mí me encantaba añadir peso a mis grilletes imaginarios; mentir era un pequeño tic nervioso que se  activaba cada vez que una situación salía de mi control o parecía imposible de arreglar a mis ojos. Es decir, bastante seguido.

Los dibujos de Anahí Donde viven las historias. Descúbrelo ahora