#22: El ruido en su mirada (~Día 3~)

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#22: El ruido en su mirada (~Día 3~)

Terminamos de asear la casa alrededor de las siete de la noche. Luego de horas y horas de barrer, lavar, lampacear y secar las miles de superficies diferentes de la mansión Polo, finalmente habíamos pagado el precio de nuestro patético intento de noche divertida. Todos nos sentíamos como babosas exprimidas, papas mal cocidas, esponjas cortadas en pedacitos. Cada uno llevaba una marca plasmada en el rostro, un llamado de ayuda urgente pero oculto, un silencio cortante en los ojos. Amar es tan agradable, tan bello para algunos. Nosotros simplemente estábamos condenados a la soledad, a tener el corazón disminuido a un montón de cenizas comprimidas, incineración de un muerto en el pecho, el antiguo cadáver que parecía luchar por salir a cada instante sin hacerlo del todo. Almas como rocas, impenetrables e invencibles para tantas cosas, débiles para otras. Como si una cuerda nos amarrara del cuello y nos impidiera ir más allá, y de repente la cuerda somos nosotros y no hay un más allá.

Tyler tenía cara de corazón roto, como si la gravedad empujara sus facciones hacia abajo, y además un ojo morado y el cabello de dos tonos revuelto en miles de direcciones. Will ni siquiera hacía contacto visual con ninguno; se limitaba a sujetar con fuerza su celular, quizá esperando una llamada que nunca llegaría, a la vez que se mordisqueaba el labio con frustración. ¿Y yo? Yo no veía nada más que una densa atmósfera de fracaso en la que mis ojos bailaban con costumbre. Tales momentos en los que me daba cuenta de que tenía las emociones tan duras, cínicas y brumosas que ni siquiera podía sentir un poco de lástima por ellos, los que tanto me habían apoyado; no sentía nada, nada aparte de una increíble sensación de haberlo sabido todo desde el principio y haber caído aún así, cerrando los ojos a sabiendas de que la piedra me impactaría de todas formas.

Sebastián conducía sobre la ondulante pedrería del camino sin cuidado, mareándonos con su típico temblequeo nervioso, mientras la tía Corcho le daba uno de sus discursos psicodélicos donde movía los brazos en espasmos de revolución para enunciar su mal humor. Aunque las palabras de la tía eran apenas un murmullo al lado del estruendo de la música, podía adivinar por sus gestos que decía «¡maldita Anahí! ¡Niña de mierda! ¡Maldita Anahí!». Tantas veces escuchando el mismo discurso, la encarnación de la decepción humana. ¿Llegaría alguien para decirme «no cambies, te quiero tal cual eres»? ¡No! Nada más me tocaba mirarme al espejo y decirme «fuerzas, Anahí, fuerzas». Suspiré, adolorida hasta los riñones, exprimiendo lo poco que me quedaba de dignidad. Necesitaba fumarme a alguien, sentirme amada. Me daría contra la pared hasta nacer sangre de mi cuero cabelludo, pero sólo quería saborear un poco de amor, una pizca, la emoción que los humanos parecen sentir de una manera tan libre y que a mí no me salía ni con espátula. Porque en ese momento hasta yo me arrugaba la cara a mí misma, ¿qué más podía hacer? Levantarme sola.

Llegamos a El escondite de las rosas. Sin mirar la casa, que seguía igual de abandonada y cenicienta ─pero no más que sus habitantes─, avancé con una bonita sábana en el rostro, gesto de vida antes del último aliento, sonreír. Atravesamos las chanclas del recibidor, las llaves y las colillas, el polvo y los muebles pelados, hasta llegar al único lugar que llegaba a ser habitable: la cocina. Los muchachos empezaron a preparar algo cuyo olor me asqueó, por lo que salí a tomar aire en el exterior. Una vez ahí, la sábana cayó. Mi cara quedó al descubierto por una simple razón, razón que me rompía y reconstruía el corazón con cada vez más intensidad.

Davián recargaba su peso en la barandilla, el ceño fruncido y los hombros tensos. No volteó al notar mi presencia. Tenía los ojos fijos en el amplio terreno de la hacienda que se dejaba ver desde ahí.

Quedé paralizada en el umbral por unos instantes. Sólo éramos él, yo y los pájaros enjaulados de abuela. Tragué en seco; mi garganta lastimada y cansada, al igual que el resto de mi cuerpo, como si me hubieran agarrado a machetazos en una vida anterior. Planté mis pies en la superficie de madera y, con los dientes apretados temblando al igual que un motor viejo, me enfrenté al demonio más grande que se me había arremangado a los brazos en toda la historia de mi vida.

Los dibujos de Anahí Donde viven las historias. Descúbrelo ahora