#5: Insectos en el estómago

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#5: Insectos en el estómago

Mientras esperaba a Davián en la acera exterior de la residencia, no podía dejar de sentir los nervios como unas hormigas invasoras en mi estómago. Aunque las mariposas tienen un toque más estético y sutil, mi ser oscuro sólo procesaba hormigas y cucarachas.
Apenas podía respirar por las punzadas agresivas que me recorrían de pies a cabeza. Intentaba ahuyentar toda clase de imágenes pesimistas de mis ojos, pero la Anahí negativa era más fuerte.

Un acontecimiento brumoso me había disminuido a ser introvertida y huraña. Domingo me había convertido en nada. Era extraño estar en algún lugar que no fuera la casa o el colegio después de tanto tiempo de inmovilidad.

El aislamiento del hogar se había convertido en mi único mundo,  por lo que casi no reconocí el olor desagradable que la cloaca y el hollín generaban en los alrededores. Veía a la gente y a los carros pasar frente a mí, los edificios lujosos y a las sencillas casas tradicionales apiñadas una contra la otra con sus fuertes colores surgiendo entre la maleza como faroles encendidos en fuego. Me pesaba la cabeza gracias a los constantes cambios de vida y color.

La temperatura rodeaba los 40 grados. Mis dedos casi podían agarrar el aire caliente entre las nubes de polvo y humo. No había una parte de mi cuerpecito que no estuviera bañada por el fastidioso sudor que el verano creaba en mí.

¿Por qué no esperaba adentro como una persona normal? Porque, obvio, Davián me había pedido que lo esperara en la entrada de la residencia para no perderse. El chico de una forma u otra se había invitado solo a mi casa y, para completar el cuadro, yo tenía que servirle de GPS.
Después de que lo abracé sin su permiso —acto  que lo incomodó bastante— compartimos números y yo le dije que, ese día, mis padres no estarían para fastidiar y él confirmó que estaba libre también.
Empecé a molestarme al notar una tardanza más grande de lo normal. Me sentía irrespetada, ridícula. Yo, Anahí Brigette de los  Ángeles, no arriesgaba mi bienestar por nadie, pero por él, sólo por él, me había decidido a abandonar el aire acondicionado de mi habitación para otorgarle una cómoda llegada.

Desconociendo el nivel de mi antipatía y hostilidad, el infame Daviancito malgastó mi amabilidad como si fuera algo que se viera todos los días. 

Lo llamé bastante desesperada al percatarme de que no llegaría pronto. Apenas podía modular el tono arisco y cansado de mi voz.

—¿Dónde estás? ¡Te necesito aquí ya, me estoy derritiendo aquí afuera!

—Hey, creo que ya estoy en la calle —me dijo a través del teléfono—. ¿Hay un perro en la esquina?

Qué voy a saber yo, men.

—No es por nada, Davián, pero...

—¿Cómo es tu casa?

—¿Pa' qué quieres que te la describa si estoy afuera? —mascullé, asombrada de su lentitud.

—Ah, cierto, cierto.

¿Y este sería mi profesor? Qué esperanza.

—¿Cómo me dijiste que se llamaba la calle? —inquirió por millonésima vez en la llamada—. Es que soy malísimo para esto, Anahí.

—Que es una residencia, se llama Flores Blancas. Pero la calle es la principal, Davián, la que está en el centro de todo.

Los dibujos de Anahí Donde viven las historias. Descúbrelo ahora