#19: Contraseña (~Día 3~)

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#19: Contraseña (~Día 3~)

Amanda se había quejado de que nosotros, una docena, nos habíamos colado a su casa. Pero, al cabo de unas cuantas llamadas de su parte, se sumaron tantas personas que me perdí entre la multitud de traseros serpenteantes.

La música rellenó los espacios vacíos de la casa; sonaba tan fuerte que la podría haber agarrado entre mis dedos y convertirme en una nota musical más. Aunque me resultaba irreconocible la canción y no recordé bien cómo actuar después de tanto tiempo encerrada, intenté animarme. El resto de los presentes se alentaban unos a los otros en la oscuridad rojiza que dejaban las lámparas color chocolate; algunos jugaban verdad o reto, trident, nunca nunca; otros bebían sin parar o fumaban sustancias de dudosa procedencia; las parejas se comían las lenguas, los dientes, las cuerdas vocales entre ellos, como caníbales desesperados, en los sofás, en las paredes, hasta en el techo; por último estaban los que, como yo, lucían sobrantes, extraviados en medio de la fiesta y las nubes de droga.

Recordé los momentos en los que la gente introvertida solía causarme gracia; me reía de sus expresiones incómodas, del no encajar que tenían en su cuerpos, como si les incomodara su piel o como si tuvieran una espinaca infinita entre los dientes. En ese momento no podía sentirme más ridícula al respecto. Estaba disminuida en un sillón, alejada del resto, observando y recordando a la antigua yo, que había quedado enterrada bajo tanta arena que ya hasta me costaba acordarme de las cosas.

Recogí mi cabello en una coleta desordenada. No dejaba de pensar en Davián. Y en el condón que mantenía en el bolsillo. Davián y el condón. No eran una misma idea. Realmente pensé hacerlo esa noche. Después de lo sucedido, parecía estúpido, tan vacío que ni me cabía en la mente.

Tras vagar por la mansión sin sentido o música alguna, me entregaron un shot que sabía a moco de dinosaurio y, en poco tiempo, empecé a sentir el calorcito sabroso de la bebida dentro de mí. Supe que no debía beber demasiado, que ya había olvidado la vieja costumbre de aguantar la borrachera, pero Will me daba vasos desechables suficientes para agujerar la capa de Ozono y derretir el polo Norte. Se los aceptaba gustosa, con una sonrisa, feliz. Ni siquiera llevaba la cuenta; como una víctima inexperta, sólo lo pasaba por mi garganta y continuaba tragando. Qué felicidad, qué ricura en el cuerpo.

Tenía la sensación de que bailaba con alguien, pero ¿quién querría compartir con alguien como yo? Está de más decir que lo que la gente veía era a una lunática meciéndose sola, sin tener ni la más mínima idea de cómo seguir el ritmo de la música, sonriendo, besándose a sí misma, amándose y odiándose con todo su corazón.

Joel —quien presumía ser capaz de picar la patilla para los tragos mientras conducía el carro de Amanda con los pies— nos había sumido a todos en un letargo de alcohol y sexo. Aunque él se mantenía sobrio, tranquilo en su abstinencia, el resto de los presentes nos habíamos vuelto unos perros salvajes con sus combinaciones raras de no sé qué con no sé cuánto. Pudo haber algo simple, unas cervezas y detenerse, pero ¡no! ¡Qué aburrido!

Bailé un poco con Sebastián, pero Tyler me lo robó en poco tiempo; los vi besarse cerca, en uno de los sofás nunca antes tocados, con un cariño tan grande que me sentí miserable por pensar que llegaría a tener algo así con Davián. Entonces intenté llamar al tipo buenote de las bebidas, Joel, pero resultó que también tenía pareja, razón por la que no se emborrachaba como los demás. Lo mismo con Will, quien saboreaba las tetas de Amanda mientras bailaban despacio, con las caderas coordinadas y pegadas, sudando como cerdos demandantes de placer. Madeleine y Hernán conversaban en una esquina, recogidos en un abrazo de posesión, compartiendo el mismo cigarrillo, tan fumados que tenían más humo en los pulmones que el cielo de Nueva York. Los demás chicos, que habían entrado en algún momento, eran demasiado desconocidos, extraños, callados, como para entregarles mi más superficial confianza de chica necesitada. No tenía a nadie. Estaba sola. ¿Cómo me había tropezado con esa situación? Todos parecían fichas de ajedrez, con su igual opuesto, blanco y negro, y yo no era nadie, una pieza sobrante, nadie; nada más que un fantasma entre los vivos, entre el vómito de quienes ya no aguantaban más y de los sofás que ahora tenían extrañas manchas transparentes encima. Necesitaba de mi música. De mis dibujos. ¿Dónde estaba eso que lo había confundido entre la multitud?

Los dibujos de Anahí Donde viven las historias. Descúbrelo ahora