#3: La constelación en sus mejillas

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#3: La constelación en sus mejillas

—Perdóname, Mirta —dije al teléfono, resignada a una humillación evidente—, Sí, me merecía todo esto. He estado hablando con mi gato todo este tiempo... sí, patético. Al pobre le duelen los oídos.

Interrumpió mi discurso con una risa eufórica.

—¡No te burles!—me quejé; mi rostro ardía de vergüenza sin color: cuando mi rostro dolía, rara vez se tornaba rojo—. ¡No tienes idea de cuánto me costó decir eso!

—¡JA, JA, JA, JA! —Mirta seguía riendo con su típico ahogo de felicidad: parecía que en cualquier momento se le acabaría la vida por sus propios gritos de alegría—. ¡Mamá! ¡MAMÁ! ¡La cosa que ni sentimientos tiene acaba de decirme perdón! ¡SE DISCULPÓ!

—Ah, no, ¿así para qué me esfuerzo?

—¡ES LA PRIMERA VEZ QUE PRONUNCIA ESA PALABRA FRENTE A MÍ, MAMÁ!

Suspiré, un poco más animada. Apuesto a que le estaba gritando a la pared para hacerme reír. Esa era Mirta, mi mejor amiga desde que ambas teníamos memoria. A veces, en serio lamentaba ser tan orgullosa... hasta que me tocaba decir «lo siento» o «me equivoqué» y me daba cuenta de que era la forma más fácil de evitar que esas vergonzosas palabras salieran de mis labios. Pujé y pujé hasta que las palabras salieron: era muy difícil estar sola.

—Eh, ya, chama —sonreí al teléfono en un impulso; era un gesto innecesario y difícil de reproducir cuando ella estaba parada frente a mí—. Me ofendí al ver que no me llamabas: me dejaste hablando a la pared.

—Quería ver si de verdad me apreciabas —respondió, más seria—, siempre soy yo la que me disculpo.

Sí que tenía razón. Las palabras "perdón" y "lo siento" estaban vetadas de salir de mi lengua a menos que fuera completamente necesario. Las sentía ajenas a mí. Sabían a vergüenza y su peso me hacía arrastrar por el suelo como una asquerosa lombriz: tal era el sentimiento de inferioridad que ocasionaba su presencia en mi vocabulario. Sin embargo, Mirta y yo éramos amigas desde los siete años; perderla por mi orgullo habría sido una completa estupidez.

—Cierto —admití. Mi lengua dolía.

Un gran peso se cayó de mis hombros.

***
Además de las flores, la lluvia, las rubias, el color naranja, el cliché y la presunción, odiaba que Alejandra me robara a todos los chicos.

¡Seamos sinceros! Mi belleza no era comprendida por todos. Mis ojos grises eran el objeto desconocido que gritaba «no soy una de ustedes» y, por su apagado color verde esmeralda, llamaban la atención a cualquier persona que no tuviera los ojos como yo, es decir, el 99% del país. Ya que nací aquí, en Venezuela, y no en Noruega o cualquier otro país escandinavo, las personas lo tomaban como algo extraño, ajeno. Naturalmente, cuando a alguien le tocaba describirme en su cabeza, yo era «la chica de ojos grises».

Llegué a odiarlos de verdad.

Yo, siempre desentonando del resto.

Las personas, desacostumbradas al color, preguntaban por mis orígenes. Y era vergonzoso, porque ni yo los sabía. Mi propia familia me tomaba por oveja gris gracias a ellos. El mundo me juzgaba alrededor de esas manchas de cemento: nadie se fijaba en mis rulos negros, ni en mi nariz de cacatúa o la blanda existencia que me fue asignada. Solo era la chica de los ojos grises.

Por eso y muchas otras cosas, los chicos siempre bateaban primero hacia Alejandra. Si ella se negaba —de una forma suave y encantadora que yo era incapaz de imitar— entonces, sólo entonces, me buscaban a mí. Jamás cambiaba el orden. Mi madre le daba las empanadas primero. Hasta Tyler, que no se sentía atraído por las rubias de ningún tipo, le coqueteó una vez.

Los dibujos de Anahí Donde viven las historias. Descúbrelo ahora