Una misteriosa mujer

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Supe que algo no marchaba bien en su interior cuando apareció por la puerta. Antes de decirme ella que tenía veinticinco años, yo le había echado unos treinta. Seguramente fue bonita en algún momento de su corta vida, y todavía poseía algún resquicio de esa fugaz belleza, pero las oscuras ojeras que ensombrecían su rostro y las finas arrugas de las comisuras de los labios demostraban que no dormía bien. Era alta y delgada, desgarbada. Solía asistir a mis sesiones con el cabello sucio y revuelto, parecía que no se duchaba mucho, y a pesar de todo olía bien, muy bien, como a jazmines. Su perfume flotaba en la habitación durante varias horas después de que se hubiese marchado. Los otros pacientes no mostraban ningún signo de que lo notasen, y yo no decía nada al respecto.

 Se llamaba Julia, pero insistía en que me dirigiese hacia ella como Fedora, porque adoraba la película y aseguraba que le hubiera gustado ser como ese personaje: eternamente joven. Así que a partir de este momento, en esta historia, hablaré de ella con ese sobrenombre, para honrar su memoria.

 Como dije antes, cuando entró en mi consulta por primera vez, un extraño mecanismo se activó en la parte de atrás de mi cabeza, alertándome. Ella irrumpió como un vendaval, mientras Marisa, mi recepcionista, entraba tras ella asegurándole que debía pedir cita previa para que yo la atendiese. Fedora se deshizo de su mano y se plantó delante de mí, con los brazos en jarras, mirándome con esos ojos grises que tanto me asustaban.

 —El doctor será el que decida si debe atenderme o no —dijo, alzando el rostro triunfante, como si supiera que yo iba a acceder a atenderla en ese mismo instante.

 Asentí con la cabeza mirando a Marisa, y ésta se marchó de la consulta con semblante malhumorado. Llevaba trabajando para mí unos quince años, yo confiaba plenamente en ella y dejaba en sus manos todo el papeleo, las gestiones, mi agenda, por lo que no le agradó mucho que tratase a Fedora de un modo especial; no obstante, algo en los ojos de esa mujer, me hizo pensar que realmente necesitaba mi ayuda con urgencia.

 Se acercó al diván y se recostó en él, cruzando los brazos en el pecho. Si hubiese cerrado los ojos, podría haber creído que estaba muerta de lo pálido que era su rostro. Yo me levanté de la silla, cogí mi libreta de anotaciones y me senté en otra silla colocada al lado del diván. Me dispuse a decir algo, pero antes ella ya había tomado la palabra:

 —Mi hermana me dijo que acudiese a usted porque es uno de los mejores de la ciudad —giró la cabeza y me miró, sonriendo, aunque era una sonrisa triste—. Ella no quiere hacerse cargo de mí, es decir, le asusto, ¿sabe? Supongo que es normal, yo también me asustaría de alguien como yo.

 —¿Podría decirme antes su nombre, señorita? Y su edad. A lo que se dedica. Necesito abrirle una ficha, saber algo más de usted para poder trabajar. Soy psiquiatra, no adivino— esbocé una ligera sonrisa mientras la miraba por encima de las gafas. Ella asintió con la cabeza.

 —Tiene razón, perdone. Me llamo Julia Hernán, pero llámeme Fedora, por favor. Todo el mundo me llama así. Esa película es muy interesante y hubiera deseado ser como la protagonista —volvió a mirar hacia el techo, con los brazos todavía cruzados en el pecho—. En estos momentos me encuentro desempleada. Trabajaba en un supermercado, de cajera. No tengo muchos estudios, ¿comprende? Pero no soy tonta, lo que pasa que tuve que dejar de estudiar. No pude continuar con mi carrera, pero me hubiese gustado.

 — ¿Por qué tuvo que dejar su carrera, señorita Fedora?— le pregunté, anotando en mi libreta los datos que me había proporcionado.

 —Porque me fui a vivir con un hombre y tuve que trabajar para poder mantenernos, a los dos —clavó su mirada en la mía, intentando descifrar si yo reprochaba su conducta, pero me limité a permanecer callado y esperar que continuase—. Sé que fui un poco tonta, pero seguro que usted entiende lo que es estar enamorado. Vivimos juntos cuatro años, pero él acabó por dejarme.

 — ¿Cuántos años tiene usted, Fedora?

 —Veinticinco, los cumplí el mes pasado —contestó—. Sé que parezco un poco mayor, es el sufrimiento. No me apetece arreglarme —se encogió de hombros, restándole importancia.

 — ¿Ha venido usted porque su hermana cree que no puede superar el abandono de su pareja?

 —Qué va, doctor, ojalá fuese por eso —soltó una risita y se incorporó un poco del diván, lo suficiente hasta quedar sentada. De repente, su rostro se ensombreció y yo sentí un breve escalofrío en la espalda—. Me observa.

 — ¿Su ex pareja? ¿Está sufriendo maltrato por parte suya? —pregunté. No sería el primer caso de mujer acosada por sus ex maridos o novios que vivían presas de un terror absoluto.

 —No. A él no lo veo desde hace mucho tiempo. Él me dejó cuando se enteró de que yo estaba embarazada —se ruborizó levemente, y al adquirir ese tono rosado, pareció otra mujer.

 — ¿Tiene usted un hijo, señorita Fedora? —anoté en el cuaderno la palabra “hijo”, seguida de un “abandono de pareja”, y una flecha que salía de ambos y acababa en “depresión”.

 —Por eso he venido, doctor. Por mi hijo. No creo que tengamos que hablar de nada más, sólo de eso. Yo nunca he sufrido ninguna enfermedad psíquica ni nada por el estilo. ¿Le parece a usted bien si sólo hablamos de mi hijo?

 Respiré hondo y me quedé meditándolo durante un rato. Acabé asintiendo con la cabeza. En realidad, si tenía que introducirme más en su mente, acabaría por conseguirlo aunque sus resistencias fuesen fuertes.

 — ¿Qué edad tiene su hijo?

 Me creía muy inteligente por aquel entonces. Creí saber lo que le sucedía a Fedora. Pensaba que simplemente era una madre joven que intentaba criar ella misma a un hijo pequeño y a ello se le había sumado el estar desempleada, con lo que todo había desembocado en una depresión. De ahí su aspecto cansado, desaliñado.

 —Ahora tendría tres años.

 Sus palabras me cayeron como un vaso de agua fría. El silencio reinó entre los dos, mientras yo añadía en las notas un “fallecido” debajo de “hijo”. Levanté la cabeza para mirar a mi paciente. El labio inferior le temblaba y aparentaba estar a punto de echarse a llorar. “Así que en realidad, Fedora sufre una depresión, sí, pero por la muerte de su pequeño”, pensé.

 —Continúe. ¿Qué le sucedió a su hijo, por qué murió?— sabía que preguntárselo tan directamente podía provocarle más daño, pero ella misma había asegurado que de lo único que quería era hablar de su hijo, así que tan sólo obedecía a sus deseos.

 Ella se frotó las sienes y se levantó del diván. Se acercó hasta la ventana, fuera estaba oscureciendo y había empezado a caer una fina lluvia. Se giró y dijo:

 —Hoy estoy ya muy cansada. Preferiría que continuásemos con la sesión otro día.

 —Me parece bien- acepté, levantándome también de mi asiento y dirigiéndome a la puerta tras ella. La abrí y le di la mano, despidiéndome—. Pídale cita a mi secretaría, ¿de acuerdo? Dígale que le dé fecha en cuanto antes, que es importante, y que se lo he dicho yo.

 Al marcharse de la consulta, aquel perfume a jazmín tan maravilloso apareció. Me di cuenta de que Fedora me interesaba muchísimo más que cualquier otro paciente desde hacía mucho tiempo, y que me sentía de nuevo vivo, impaciente por saber, tal y como me sentía en mis primeros años de trabajo. Sentía la esperanza de que el caso Fedora pudiese llegar a ser un nuevo reto en mi camino, y los obstáculos me encantaban.

¿Queréis saber más sobre Fedora y su hijo...?

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