Los primeros meses fueron los mejores para mí. Esto fue así porque me medicaba continuamente. Todos aquellos medicamentos que receté algún día a mis pacientes, ahora se mezclaban en mi estómago. Caía rendido en la cama y, en cierto modo, era un alivio porque ni siquiera tenía pesadillas. Llegué a pensar que todo había sido un mal sueño, que Fedora en realidad sí padecía una enfermedad mental y me había contagiado todas sus paranoias.
Durante ese tiempo apenas presté atención a mi mujer y al bebé. Estaba tan drogado que no podía ni siquiera articular palabra. Todavía no entiendo la paciencia que ella tuvo conmigo, puesto que acarrear sola el bebé debió ser muy duro. En alguna ocasión me he preguntado si se sentiría como Fedora cuando su novio la abandonó, pues parecía repetirse la misma historia en su carne. Sin embargo, mi mujer era muy fuerte y consiguió sacar adelante al bebé y, al mismo tiempo, ayudarme a mí a salir del pozo oscuro en que me había metido. Ahora me arrepiento de las noches en que le grité por hacerme vomitar las pastillas o aquellos días en que escondió las cajas para que no me medicara más. A mis llantos se unían los de nuestro hijo y ambos desgarrábamos el apacible silencio de las madrugadas. Pero María, mi mujer, era capaz de mantener la cordura y tirar de los tres hacia delante.
Como era de esperar, acabé por cerrar la consulta. Durante los primeros meses acepté contratar a un sustituto, pero con el paso del tiempo me di cuenta de que tan solo pensar en la vuelta al trabajo me volvía loco. Así que entre María y yo decidimos que lo mejor era tomarme un año, dos, o tres sabáticos y, de esa forma, recuperar la pasión de antaño por la psiquiatría. Mi esposa pensaba que yo estaba así porque no había conseguido salvar a Fedora… ¡Pero la cuestión es que nadie habría podido hacerlo! Ella estaba condenada desde que Javier la eligió para su cometido y ahora nos sucedía lo mismo a mi mujer y a mí.
A los seis meses de haber nacido Gabriel, nuestro hijo, María cayó terriblemente enferma. Imagino que su cuerpo estaba demasiado maltrecho como para aguantar más. De modo que tuve que hacerme cargo del bebé, pero me daba pánico sostenerlo entre mis brazos, mirarle a los ojos o tener que darle de comer. Basta decir que los meses anteriores me había mantenido lo más alejado posible, como si yo fuera una madre que sufre de depresión post-parto. Pero en ese momento ya no tenía excusas y mi esposa necesitaba mi ayuda. Decidí convencerme de que Gabriel era un bebé normal y que lo que sucedía era que las palabras de Fedora habían corrompido mi mente.
En un principio todo fue bien. Los primeros días alimenté a Gabriel, le acuné entre mis brazos y jugué con él. Puede decirse que incluso comencé a cogerle cariño. Mi mujer se mostraba todo lo entusiasmada que podía, aunque cada día que pasaba se sentía más débil. Yo rezaba para que se recuperase, pues sin ella mi vida se desmoronaría. Pero María amanecía pálida y sin fuerzas, a pesar de que el día anterior se había levantado de la cama y había estado jugando con nuestro hijo. Y así pasaron un par de meses más y ella fue perdiendo el color, hundiéndose cada vez más en los pliegues de las sábanas, que casi se fundían con su color de piel, y con unas espantosas ojeras que le envolvían los ojos. Los médicos no acertaban a descubrir lo que le sucedía, a pesar de que le hacían pruebas una y otra vez.
—Samuel, no sé lo que me pasa, pero ya sabes que cada día estoy peor —me dijo una noche con voz ahogada. Yo estaba tumbado a su lado, mirándola con todo el amor del mundo, y no pude evitar que se me escaparan unas lágrimas. Ella me apretó la mano y esbozó una sonrisa—. No llores. Si estoy muriendo, entonces tendrás que ser fuerte. No puedes sumirte una vez más en el dolor y atiborrarte a pastillas. Ahora tienes un hijo al que cuidar, ver crecer y hacerle feliz como a mí me lo hiciste durante veinte años.
—No te vas a morir —negué, llenándole el rostro de besos. Estaba muy fría y su piel tenía un tacto extraño.
Por nada del mundo iba a dejar que María muriese. No podía soportar dos pérdidas en tan poco tiempo. Y aunque había empezado a querer a nuestro hijo, no estaba seguro de nada y la historia de Fedora me taladraba la mente una y otra vez. Por ese motivo, empecé a tener nuevamente pesadillas, mucho peores que las anteriores. Recuerdo que me despertaba en mitad de la noche bañado en sudor, palpando el lado derecho de la cama para comprobar que María estaba allí conmigo. Apoyaba la cabeza en su pecho y me tiraba así horas, con el pánico encogido en el estómago e imaginando que en cualquier momento podía dejar de respirar. Y es que en mis pesadillas mi esposa moría de las peores maneras posibles.
Un día, a punto de cumplir Gabriel el año, María se levantó de la cama y se puso su mejor vestido. En su cara habían aparecido los colores de antaño y su bonita sonrisa refulgía como cuando la conocí. Parecía más bella y joven que nunca, como si el tiempo no hubiese pasado para ella. Me convenció de que se encontraba mucho mejor, que podía caminar sin fatigarse, y que quería que la llevase al centro para comprarle un regalo a nuestro hijo. Me daba mucho miedo que saliese a la calle, porque yo pensaba que cualquier ráfaga de viento la podía tirar al suelo, pero al final accedí. Cargamos con nuestro hijo y pasamos uno de los mejores días desde hacía mucho tiempo. María acabó comprándole ropa muy bonita, incluso una gorrita que decía: “I’m an angel”. Yo no pude evitar estremecerme ante ese irónico mensaje porque las palabras de Fedora se cruzaban por mi mente sin piedad.
A las siete de la tarde, María me pidió que la llevara a la cama porque empezaba a sentir cansancio. Le preparé una sopa caliente y ella comió con ganas. Me confié y pensé que todo iba a mejor, que se iba a recuperar y seríamos felices con nuestro angelito. Tras bañar a Gabriel, darle su comida y acostarle, fui al salón a ver un poco la televisión, pero estaba tan cansado yo también que me quedé completamente dormido en el sofá. Como era habitual, sufrí una terrible pesadilla, la misma que era recurrente en Fedora: el bebé sentado en un enorme charco de sangre. Me desperté con el corazón trotando desbocado en mi pecho y un mal presentimiento me sacudió el cuerpo. Me levanté a toda prisa y corrí hacia la habitación.
El espectáculo que me encontré allí me hizo desear la muerte.
Pero fue tan solo la primera vez, pues hubo muchas otras en las que rogué desaparecer de este miserable mundo.
¿Por qué la mujer del doctor estaba tan enferma? ¿Qué es lo que se habrá encontrado él en la habitación...?
Disculpas por haber tardado en actualizar, pero el trabajo no me lo ha permitido antes y, además, continúo enfermita. Gracias a todos por vuestroas estrellas y comentarios... ¡Me hacéis muy feliz! Espero que os siga gustando la historia.
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El bebé
HorreurUn psiquiatra recibe la visita de una misteriosa mujer llamada Fedora que le asegura que su bebé es malvado, que la vigila por las noches, que no es humano. Poco a poco, el doctor va sintiendo el terror que la mujer ha vivido durante meses... Pero e...