Asesina

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 Tras este incidente, Fedora no volvió a mi consulta durante mucho tiempo. Cuando volvió, mi mujer ya había pasado el séptimo mes de embarazo. Antes de su súbita despedida, me había dejado un mensaje en el contestador de mi casa, que por suerte, no escuchó mi esposa al encontrarse hospitalizada. En él, aseguraba que toda la culpa era de ella, que no debería haber ido a cenar aquella noche y que ahora nosotros también estábamos en peligro. Juro por Dios que Fedora consiguió contagiarme de su psicosis y sus paranoias. Con la vuelta de mi mujer a casa comenzó a suceder algo extraño. Por las noches me despertaba sobresaltado y sudoroso, y me parecía haber estado escuchando llantos de bebé, pero estaba claro que era sólo cosa mía pues mi esposa jamás mostraba ninguna señal de haber escuchado algo parecido.

 La tarde en que Fedora apareció en mi consulta de nuevo yo ya había perdido la esperanza de volverla a ver. La había llamado varias veces a su casa pero no contestaba. Parecía pensar verdaderamente que todo era su culpa.

 Esa tarde, lluviosa y completamente oscura, tanto que a las cuatro ya parecía ser noche cerrada, Fedora entró atropelladamente en mi consulta, empapada hasta los pies y llorosa. Cayó de rodillas frente a mí, con los brazos extendidos, como una mártir a punto de recibir su castigo. Mi secretaria había entrado tras ella con los ojos como platos. La despaché rápidamente y levanté a Fedora del suelo, tumbándola en el diván y yendo al cuarto de baño a por una toalla para que se secase. Respiraba entrecortadamente, así que le di un tranquilizante y al cabo de unos diez minutos pudo hablar.

 —Doctor, no falta mucho— dijo misteriosamente, con la voz pastosa debido al sueño causado por la pastilla.

 — ¿A qué se refiere, Fedora?— le pregunté, tratando parecer tranquilo, a pesar de que en mi interior se agitaban las tripas como si estuviese ante mi prueba de doctorado de nuevo.

 —Ya se lo dije: no debí ir a su casa. ¡Su mujer estaba embarazada! Tendría que haberlo sabido. Fui una inconsciente y una estúpida, pero creo que sé lo que él quiere, quiere una vida, un sacrificio. Yo se lo daré— entonces su cabeza cayó pesadamente. Se había quedado dormida.

 Cuando despertó eran las seis y yo ordené a mi secretaria que nos trajese un par de tazas de té. Fedora estaba mucho más tranquila y comió ávidamente las pastas y bebió con gusto el té.

 —Fedora, antes, usted…— comencé a decir, pero me detuve al ver su cara extrañada.

 —No recuerdo nada, doctor. Sólo recuerdo haber venido corriendo y de repente estar aquí tumbada. Me quedé dormida por el cansancio, ¿no?

 Asentí con la cabeza, mientras bebía un pequeño sorbo de mi té. Por ese entonces yo sabía que Fedora no consumía drogas. Todavía no estaba seguro de si podía ser epiléptica o esquizofrénica, pero lo que sí sabía con certeza era que sufría paranoia y alucinaciones. Si no hubiera sido tan prepotente, la hubiera sometido a un análisis más exhaustivo, y hubiera descubierto que Fedora no era epiléptica, ni esquizofrénica, ni siquiera paranoide.

 — ¿Por qué vino así, Fedora? Usted estaba muy nerviosa cuando entró en la consulta.

 —Es porque tengo mucho miedo, y no sé dónde ir. No puedo hablar con nadie, nadie puede ayudarme.

 —Fedora, yo sí puedo ayudarla, sabemos que estamos aquí para eso. No lo niegue. Confíe en mí, es de la única forma que podremos lograr algo.

 —No, doctor, ¡sigue sin comprender! Yo vine a usted porque pensé que me creería, sólo necesito eso: alguien que me crea, entonces seré feliz. Sólo alguien que sepa mi historia, que comprenda la verdadera naturaleza del mundo.

 —En ningún momento he dicho que no la crea. Usted desapareció de repente, alegando que la culpa de lo que pasó aquella noche fuese suya cuando eso no tiene ningún sentido. ¿Qué espera que haga yo?

El bebéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora