El doctor Gropius

23.7K 1.1K 200
                                    

Tras aquel mensaje en el espejo, me quedé un buen rato en el cuarto de baño, sentado en el suelo con la mente navegando a saber por qué extraños parajes. Tan solo reaccioné cuando  Tomás llamó a la puerta y al ver que no respondía, empezó a gritar asustado. Salí a trompicones, mareado, con el vómito palpitando en mi garganta, y me lo quedé mirando como si le viera por primera vez. Apoyé mis manos en sus hombros y le susurré con voz grave:

            —Le ayudaré… Le ayudaré. Pero todavía no sé bien lo que debo hacer. Deme un tiempo, por favor.

            —Tiempo es precisamente lo que no tenemos, doctor —me contestó él, muy serio.

            Descubrí en sus ojos el miedo humano que todos alguna vez hemos sentido cuando alguien a quien realmente amábamos está a punto de morir; ese pánico que hemos notado al escuchar los pasos de un desconocido detrás de nosotros en una noche oscura y lluviosa; el terror que se agazapa en nuestros corazones cuando se nos avecina la muerte.

            Le aseguré que iba a hacer todo lo que estuviese en mis manos, pero que me dejara un par de días para hacer unas consultas. Al final accedió, aunque no muy convencido. Supongo que creía que no me iba a volver a ver. Sin embargo, soy un hombre de palabra y estaba totalmente decidido a socorrerle. No iba a permitir que aquel engendro arrebatase más vidas inocentes.

            Así que fui a todas las bibliotecas de la ciudad, incluso me desplacé a otras, en busca de libros que pudiesen revelarme algo más sobre ese monstruo, sobre cómo terminar con él y sus actos malvados. En las páginas de esos manuscritos antiguos me encontré con todo tipo de nombres y seres diabólicos que se alimentaban de la energía de los seres humanos. Pero no tenía claro si Abel era uno de ellos. Los días pasaron sin que obtuviera resultados claros. Para no tenerlo inquieto, llamé alguna que otra vez a Tomás. Sus noticias siempre eran negativas: el cáncer de su mujer se extendía sin parar y ella sufría alucinaciones todas las noches. Hablaba de plagas, de muertos resucitando, de seres alados que asolaban nuestro mundo. Se despertaba bañada en sudor, gritando, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Y siempre se encontraban a Abel con la frente apoyada en el marco de la puerta de la habitación, observándoles con una sonrisa burlona en el rostro, como demostrándoles de lo que era capaz.

            Más de una vez Tomás me propuso acudir a su casa para ver con mis propios ojos al niño demoníaco. Sin embargo, las piernas se me echaban a temblar tan solo escuchar su nombre. Me venía a la cabeza el recuerdo de la sangre de Fedora en la bañera y la mancha en la inmaculada sábana de la cama de mi mujer. Su cuerpo quieto… como una cáscara vacía. No obstante, mis noches eran más calmadas, ya que me parecía sentir a mi lado una presencia helada… La de mi adorada esposa, que se pasaba las madrugadas calmándome con sus caricias frías, que a mí se me antojaban tan cálidas; susurrándome al oído con su aliento glacial que todo iría bien. Yo intentaba confiar en ella, le preguntaba si había escrito en el espejo aquel mensaje… Pero no había respuesta, por lo que yo llegaba a la conclusión de que todo eran imaginaciones mías, como tiempo atrás.

            Seis meses después yo había leído todo lo que caía en mis manos. Acudía a la iglesia domingo sí y domingo también con la esperanza de que Jesús me ofreciese su mano. Aún confiaba en que su ayuda era importante, que me protegería siempre, a pesar de que el engendro me había asegurado que nada podía acabar con él. Una de las muchas noches de insomnio, sintonicé un  canal en el que retransmitían un programa sobre fenómenos paranormales. Como no me llamaba nada la atención, ya que siempre hablaban personas que habían sufrido abducciones, me dispuse a cambiarlo. Sin embargo, el mando salió despedido de mi mano, volando por los aires, y aterrizó en el suelo frente a la pantalla. Me levanté del sofá con el estómago, y entonces el volumen de la televisión comenzó a subir y pude escuchar lo que el presentador decía:

El bebéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora